Aunque Sartre había avisado que el estalinismo era incompatible con el ejercicio honrado del oficio literario y que sin saberlo las mejores mentes del mundo habían estado de parte del infierno, de pronto Kafka escribía no una fábula, sino una crónica. Todos los pánicos que profetizó el tuberculoso de Praga se cumplían. Por las páginas heladas del Archipiélago cruzaban caravanas de esclavos, riadas de prisioneros, campos de concentración, trabajos forzados. Por la Lubianka no pasaban sólo los trotskistas y los espías, sino los mejores bolcheviques, los escritores, los comisarios, los maestros, los soldados y los héroes de guerra. "Por encima del bozal de nuestra ventana, de las demás celdas de la Lubianka, y de todas las cárceles de Moscú, también nosotros ex combatientes en el frente contemplábamos el cielo de Moscú, engalanado por los fuegos artificiales y sesgado por los reflectores".
El libro decía con un texto doliente que el estalinismo había sido una inmensa checa que trituró a creyentes, a héroes antifascistas, a obreros de los koljós y a los intelectuales que pensaban por su cuenta. Provocó el fin de la borrachera rusa a aquellos que pensaban que nuestro vino es amargo pero es nuestro.