Fue en la prisión de tránsito de Kúibyshev, en 1950. La prisión estaba en el fondo de un valle (desde el que, sin embargo, se divisaban las Puertas de Zhiguli del Volga), y sobre éste, cerrándolo por el este, se alzaba una alta y extensa colina cubierta de hierba. La colina estaba detrás de la zona y quedaba por encima de ésta, por lo cual, desde abajo, no podíamos ver por dónde podría acceder a la cima alguien que viniera desde fuera. Pocas veces podía verse a alguien en la colina, en ocasiones pastaban unas cabras o correteaban unos niños. Y de pronto, un día nuboso de verano apareció en la escarpada pendiente una mujer con ropas de ciudad. La mujer empezó a escudriñar nuestra zona desde arriba cubriéndose del sol con el hueco de la mano y girando despacio la cabeza. En aquel momento, tres populosas celdas estaban de paseo en varios patios. ¡Y entre aquellos tres densos centenares de hormigas sin rostro ella pretendía encontrar a su marido! ¿Esperaba quizá que se lo dijera el corazón? Seguramente le habían denegado la entrevista y había decidido trepar por aquella pendiente. Desde los patios, todos habían advertido su presencia y se pusieron a mirarla. Nosotros, en lo bajo del valle, no teníamos viento, pero arriba soplaba con fuerza. El viento levantaba y tiraba de su largo vestido, de su chaqueta y sus cabellos, ponía al descubierto todo el amor y la angustia que la invadían.
Creo que una estatua de aquella mujer, colocada precisamente allí, en la colina que domina la prisión de tránsito, de cara a las Puertas de Zhiguli como ella estaba, podría por lo menos explicar algo a nuestros nietos.
[280] 56Vete a saber por qué, estuvo ahí un buen rato sin que nadie la alejara, seguramente la guardia tendría pereza de trepar hasta allí. Luego subió un soldado, se puso a gritar y a agitar los brazos, y la obligó a marcharse.
Además, la prisión de tránsito brinda al preso una visión general, amplía sus horizontes. Como suele decirse, bien se está san Pedro en Roma, aunque no coma. En el movimiento incesante de este lugar, en ese ir y venir de decenas y centenares de individuos, en la franqueza de los relatos y de las conversaciones (en el campo ya no se habla tan abiertamente, todos temen caer en las garras del
Un buen día entra en nuestra celda un auténtico prodigio: un joven militar de alta estatura, perfil romano, pelo rizado de color rubio claro, uniformado como un inglés, como si lo hubieran traído directo de las costas de Normandía, como un oficial de las tropas del desembarco. ¡Menudos aires se dio al entrar! Como si esperara que todos nos alzáramos en su presencia. Pero la verdad es que, sencillamente, esperaba encontrarse con una celda hostil: llevaba ya dos años encerrado y aún no había estado en ninguna celda común, y hasta llegar a la prisión de tránsito siempre lo habían transportado en secreto, en un compartimiento para él solo. De pronto, inesperadamente —por descuido o con toda la intención— lo habían introducido en nuestro establo. Recorre la celda, descubre a un oficial de la Wehrmacht por su uniforme y se