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Nadie habría creído el relato de Erik Arvid Andersen de no haber visto su cabeza, a la que habían perdonado el rapado, un milagro único en todo el Gulag; de no ser por su porte extranjero; de no ser por la conversación fluida en inglés y en alemán. Si hemos de dar crédito a sus palabras, era hijo de un sueco acaudalado, no ya millonario sino multimillonario (bueno, admitamos que exageraba), y sobrino por parte de madre del general inglés Robertson, jefe de la zona inglesa de ocupación en Alemania. Ciudadano sueco, había servido como voluntario en el Ejército inglés durante la guerra y, efectivamente, había tomado parte en el desembarco de Normandía. Después de la guerra pasó a ser oficial de carrera en el Ejército sueco. Sin embargo, siempre sintió inquietud por las cuestiones sociales y su sed de socialismo acabó pudiendo más que el apego a las riquezas de su padre. Seguía la evolución del socialismo soviético con profunda simpatía, e incluso tuvo ocasión, durante una visita a Moscú como miembro de una misión militar sueca, de convencerse con sus propios ojos de que estaba floreciendo. Aquí les dieron banquetes y los tuvieron en dachas. No tuvo obstáculo alguno para cambiar impresiones con sencillos ciudadanos soviéticos y con hermosas actrices que no temían llegar tarde al trabajo y siempre estaban dispuestas a pasar el rato con él, incluso a solas. Convencido definitivamente del triunfo de nuestro orden social, a su regreso a Occidente, Erik publicó artículos en la prensa defendiendo y elogiando el socialismo soviético. Aquí fue cuando traspasó el umbral y se buscó la perdición. Precisamente en aquellos años de 1947-1948 estaban buscando por todos los rincones de Europa jóvenes occidentales progresistas dispuestos a renegar en público de Occidente (parecía que bastaba reunir una veintena para que Occidente se tambaleara y se derrumbara). Por los artículos que había publicado, Erik parecía la persona apropiada. En aquella época, Erik prestaba servicio en el Berlín Occidental, su esposa se había quedado en Suecia, y por una venial debilidad masculina solía visitar a una joven soltera alemana en Berlín Oriental. Allí fue donde una noche lo prendieron. (¿No es esto lo que se dice «ir a por lana y salir trasquilado»? Hace ya tiempo que se dan casos así, no fue éste el primero.) Se lo llevaron a Moscú, donde Gromyko, que le conocía de otro tiempo por haber almorzado en casa de su padre en Estocolmo y ahora tenía ocasión de corresponder a tanta hospitalidad, le propuso al joven que renegara públicamente del capitalismo entero y de su propio padre, a cambio de lo cual se le prometía vivir entre nosotros a cuerpo de capitalista hasta el fin de sus días. Aunque Erik no perdía nada en el plano material, con gran asombro de Gromyko, se indignó y le cubrió de improperios. Como creían que acabaría cediendo, lo encerraron en una dacha de los alrededores de Moscú y le estuvieron dando de comer como a los príncipes que salen en los cuentos (a veces le aplicaban «horribles medidas de represión»: no le dejaban encargar el menú del día siguiente, o de repente le traían un filete en lugar del pollo que había pedido). Le llevaron las obras de Marx-Engels-Le-nin-Stalin y esperaron un año hasta que se reeducara. Pero, sorprendentemente, ello no surtió efecto alguno. Entonces trajeron a vivir con él a un ex general de brigada que ya había cumplido dos años en Norilsk. Probablemente, contaban con que a Erik se le bajarían los humos cuando oyera del general los horrores de los campos. Pero el general no supo —o no quiso— cumplir la misión encomendada. En los diez meses que pasó encerrado con él, Erik no hizo más que aprender un ruso muy rudimentario y confirmarse en la repulsión que ya había empezado a sentir por los de azul. En el verano de 1950 lo llevaron de nuevo ante Vyshinski, y otra vez volvió a rehusar (¡sacrificando así la propia existencia a su conciencia, en contra de todos los dogmas!). Entonces, el propio Abakúmov le leyó a Erik una disposición que lo condenaba a veinte años de prisión (¿por qué delito?). En realidad estaban ya hartos de bregar con aquel zoquete, pero tampoco podían dejar que volviera a Occidente. Fue entonces cuando lo trasladaron en un compartimiento de tren aparte, cuando escuchó a través del tabique el relato de aquella muchacha de Moscú, para ver a la mañana siguiente por la ventanilla la Rusia de Riazán, con sus techos de paja podrida.


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