Y mientras el resto del equipo se encaminaba a los vestuarios, Harry fue hacia Ron, que saltó la barrera de las tribunas y se dirigió hacia él.
La señora Hooch se había quedado dormida en el asiento.
—Ten —le dijo Harry entregándole la Saeta de Fuego.
Ron montó en la escoba con cara de emoción y salió zumbando en la noche, que empezaba a caer, mientras Harry paseaba por el extremo del campo, observándolo.
Cuando la señora Hooch despertó sobresaltada ya era completamente de noche. Riñó a Harry y a Ron por no despertarla y los obligó a volver al castillo.
Harry se echó al hombro la Saeta de Fuego y los dos salieron del estadio a oscuras, comentando el suave movimiento de la Saeta, su formidable aceleración y su viraje milimétrico. Estaban a mitad de camino cuando Harry, al mirar hacia la izquierda, vio algo que le hizo dar un brinco: dos ojos que brillaban en la oscuridad. Se detuvo en seco. El corazón le latía con fuerza.
—¿Qué ocurre? —dijo Ron.
Harry señaló hacia los ojos. Ron sacó la varita y musitó:
—
Un rayo de luz se extendió sobre la hierba, llegó hasta la base de un árbol e iluminó sus ramas. Allí, oculto en el follaje, estaba
—¡Sal de ahí! —gritó Ron, agachándose y cogiendo una piedra del suelo. Pero antes de que pudiera hacer nada,
—¿Lo ves? —dijo Ron furioso, tirando la piedra al suelo—. Aún le permite andar a sus anchas. Seguramente piensa acompañar los restos de
Harry no respondió. Respiró aliviado. Durante unos segundos había creído que aquellos ojos eran los del
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Al día siguiente, Harry bajó a desayunar con los demás chicos de su dormitorio, que por lo visto pensaban que la Saeta de Fuego era merecedora de una especie de guardia de honor. Al entrar Harry en el Gran Comedor; todos se volvieron a mirar la Saeta de Fuego, murmurando emocionados. Harry vio con satisfacción que los del equipo de Slytherin estaban atónitos.
—¿Le has visto la cara? —le preguntó Ron con alegría, volviéndose para mirar a Malfoy—. ¡No se lo puede creer! ¡Es estupendo!
Wood también estaba orgulloso de la Saeta de Fuego.
—Déjala aquí, Harry —dijo, poniendo la escoba en el centro de la mesa y dándole la vuelta con cuidado, para que el nombre quedara visible. Los de Ravenclaw y Hufflepuff se acercaron para verla. Cedric Diggory fue a felicitar a Harry por haber conseguido un sustituto tan soberbio para su Nimbus. Y la novia de Percy, Penelope Clearwater, de Ravenclaw, pidió permiso para cogerla.
—Sin sabotajes, ¿eh, Penelope? —le dijo efusivamente Percy mientras la joven examinaba detenidamente la Saeta de Fuego—. Penelope y yo hemos hecho una apuesta
—dijo al equipo—. Diez galeones a ver quién gana.
Penelope dejó la Saeta de Fuego, le dio las gracias a Harry y volvió a la mesa.
—Harry, procura ganar —le dijo Percy en un susurro apremiante—, porque no tengo diez galeones. ¡Ya voy, Penelope! —Y fue con ella al terminarse la tostada.
—¿Estás seguro de que puedes manejarla, Potter? —dijo una voz fría y arrastrada.
Draco Malfoy se había acercado para ver mejor; y Crabbe y Goyle estaban detrás de él.
—Sí, creo que sí —contestó Harry.
—Muchas características especiales, ¿verdad? —dijo Malfoy, con un brillo de malicia en los ojos—. Es una pena que no incluya paracaídas, por si aparece algún dementor.
Crabbe y Goyle se rieron.
—Y es una pena que no tengas tres brazos —le contestó Harry—. De esa forma podrías coger la snitch.
El equipo de Gryffindor se rió con ganas. Malfoy entornó sus ojos claros y se marchó ofendido. Lo vieron reunirse con los demás jugadores de Slytherin, que juntaron las cabezas, seguramente para preguntarle a Malfoy si la escoba de Harry era de verdad una Saeta de Fuego.
A las once menos cuarto el equipo de Gryffindor se dirigió a los vestuarios. El tiempo no podía ser más distinto del que había imperado en el partido contra Hufflepuff.
Hacía un día fresco y despejado, con una brisa muy ligera. Esta vez no habría problemas de visibilidad, y Harry, aunque estaba nervioso, empezaba a sentir la emoción que sólo podía producir un partido de quidditch. Oían al resto del colegio que se dirigía al estadio. Harry se quitó las ropas negras del colegio, sacó del bolsillo la varita y se la metió dentro de la camiseta que iba a llevar bajo las ropas de quidditch. Esperaba no necesitarla. Se preguntó de repente si el profesor Lupin estaría entre el público viendo el partido.
—Ya sabéis lo que tenéis que hacer —dijo Wood cuando se disponían a salir del vestuario—. Si perdemos este partido, estamos eliminados. Sólo... sólo tenéis que hacerlo como en el entrenamiento de ayer y todo irá de perlas.