Al no haber ya razón para pensar en el futuro de
No obstante, a pesar de que muchos perseguían el olvido, eran incluso más los que obtenían satisfacciones trabajando para alcanzar unos objetivos que trascendieran a sus propias vidas. La investigación científica avanzó considerablemente, al utilizar los inmensos recursos que ahora eran gratuitos. Si un físico necesitaba cien toneladas de oro para un experimento, ello sólo constituía un pequeño problema de logística, no de presupuestos.
Había tres problemas que les preocupaban. El primero era el seguimiento continuo del Sol, no porque quedara alguna duda, sino para pronosticar el año, el día y la hora exacta de detonación…
El segundo era la búsqueda de inteligencia extraterrestre que se reanudaba ahora con desesperada urgencia, olvidada tras siglos de fracaso. E incluso al final, el resultado parecía no tener mayor éxito que en las ocasiones anteriores. El Universo seguía dando vagas respuestas a las preguntas del hombre.
El tercero era, por supuesto, la siembra de la raza humana en las estrellas cercanas, con la esperanza de que la Humanidad no se extinguiera al morir el Sol.
En los albores del último siglo, naves sembradoras de cada vez mayor velocidad y sofisticación habían sido enviadas a más de cincuenta objetivos. Tal como se preveía, la mayoría de estas misiones fracasaron, pero diez de ellas habían informado de un éxito al menos parcial. Se tenía aún mayores esperanzas en los últimos y más avanzados modelos, aunque éstos no alcanzarían sus lejanos objetivos hasta después de la desaparición de la Tierra. El último modelo que iba a ser puesto en órbita podía viajar a un veintavo de la velocidad de la luz, y aterrizaría al cabo de novecientos cincuenta años, si todo iba bien.
Loren recordaba todavía el lanzamiento del
Aunque se habían realizado numerosos estudios teóricos, nadie había conseguido encontrar una razón para un vuelo espacial
El problema biológico había sido resuelto; era el problema de ingeniería el que parecía insalvable. Una nave que pudiera transportar miles de pasajeros dormidos, imprescindibles para una nueva vida en otro mundo, debería tener las mismas dimensiones que los grandes trasatlánticos que una vez surcaron los mares de la Tierra.
Sería bastante fácil construir esta nave fuera de la órbita de Marte y usar los abundantes recursos del cinturón asteroide. Sin embargo, era imposible idear unos motores que le permitieran alcanzar las estrellas en un período razonable de tiempo. Incluso a una décima parte de la velocidad de la luz, los objetivos más prometedores estaban a más de quinientos años de distancia. Esa velocidad había sido alcanzada por sondas robot, que recorrían a toda velocidad sistemas estelares cercanos y transmitían sus informes y observaciones durante las agitadas y escasas horas del trayecto. Pero era completamente imposible reducir la velocidad para acoplarse a otra nave o aterrizar, y estaban destinadas a seguir viajando a través de la galaxia para siempre.
Este era el problema fundamental de los cohetes, y nadie había descubierto hasta entonces una alternativa para la propulsión ultraespacial. Era tan difícil perder velocidad como ganarla, y llevar la carga propulsora necesaria para la deceleración no simplemente doblaba la dificultad de la misión, sino que la elevaba al cuadrado.