Así que en aquel tiempo tuvieron la idea de soltar las recién descubiertas fuerzas del núcleo atómico; y esto sucedió en menos de medio siglo. El dominar « las fluctuaciones de los quantums » que cubrían las energías del propio espacio era una tarea de mayor magnitud, y su precio era proporcionalmente mayor.
Entre otras cosas, daría a la Humanidad la libertad del universo. Una nave espacial podría acelerarse literalmente siempre, ya que no necesitaría combustible.
El único límite práctico para adquirir velocidad sería, paradójicamente, aquel con el que el avión tuvo que combatir primero: la fricción del medio ambiente. El espacio entre las estrellas contenía cantidades apreciables de hidrógeno y otros átomos, que podrían causar problemas antes de alcanzar el límite final establecido por la velocidad de la luz.
La propulsión cuántica hubiera podido ser desarrollada en cualquier momento después del año 2500, y la historia de la raza humana hubiera sido diferente. Por desgracia, como ha ocurrido otras veces en el progreso zigzagueante de la ciencia, las observaciones y teorías erróneas retrasaron el avance casi mil años.
Los siglos febriles de los Últimos Días produjeron un arte brillante, aunque a menudo decadente. En cambio progresaron poco en el campo científico. Además, por aquella época, la larga lista de fracasos habían convencido a todos de que aprovechar las energías del espacio era como el movimiento perpetuo, imposible incluso en teoría, y por supuesto, en la práctica. Sin embargo, al contrario que el movimiento perpetuo, aún no se había probado que fuera imposible aprovechar la energía del espacio, y mientras no se demostrara existía aún alguna esperanza.
Sólo ciento cincuenta años antes del fin, un grupo de físicos del satélite de investigación de gravedad cero Lagrange Uno anunciaron que habían encontrado esta prueba; había fundadas razones para pensar que las inmensas energías del superespacio, aunque nadie dudaba de su existencia, no podrían explotarse nunca.
A nadie le interesaba lo más mínimo poner en orden este oscuro rincón de la ciencia.
Un año más tarde, se oyó un avergonzado carraspeo proveniente de Lagrange Uno. Se había hallado un pequeño error en la prueba. Era algo que había sucedido ya muchas otras veces en el pasado, aunque nunca con consecuencias tan trascendentales.
Un signo menos se había convertido, accidentalmente, en un signo más.
En un instante cambió el mundo entero.
El camino a las estrellas se había abierto, cinco minutos antes de medianoche.
III. ISLA SUR
10. Primer contacto
Quizá se lo tendría que haber dicho con más delicadeza, se dijo Moses; todos parecían asustados. Pero este hecho en sí mismo es ya instructivo. Incluso si esta gente tiene un grado bajo de tecnología (¡no hay más que ver este coche!) se deben de dar perfecta cuenta de que sólo un milagro de ingeniería ha podido trasladarnos desde la Tierra a Thalassa. Al principio se preguntarán cómo lo hemos hecho, y luego querrán saber por qué.
De hecho, ésta era la primera pregunta que se le había ocurrido a la alcaldesa Waldron. Aquellos dos hombres que iban en aquel pequeño vehículo eran, claramente, la avanzadilla. En órbita debía de haber miles, quizá millones. Y la población de Thalassa, gracias a un estricto control de natalidad, estaba ya al noventa por ciento de sus condiciones ecológicas óptimas…
— Me llamo Moses Kaldor — dijo el visitante de edad más avanzada—. Y éste es el comandante en jefe Lorenson, segundo Ingeniero Jefe de la Nave
¡Qué voz tan maravillosa! se dijo la alcaldesa Waldron; y tenía razón. En su tiempo había sido la más famosa del mundo, que consolaba y a veces irritaba a millones de seres en las décadas anteriores al fin.
Sin embargo, la conocida mirada coquetona de la alcaldesa no se posó mucho tiempo en Moses Kaldor; se veía claramente que rebasaba los sesenta, y era un poco demasiado mayor para ella. En cambio el más joven le gustó más, a pesar de que se preguntó si podría acostumbrarse a aquella desagradable palidez. Loren Lorenson (¡qué nombre tan agradable!) medía dos metros, y su pelo era tan rubio que parecía plata. No era tan fuerte como… bueno, como Brant, pero desde luego era más guapo.
La alcaldesa Waldron sabía juzgar bien a los hombre y a las mujeres, y clasificó con gran rapidez a Lorenson. Había en él inteligencia, determinación, quizás incluso crueldad… No le gustaría tenerle como enemigo, pero sí le interesaba tenerle como amigo. O mejor…
Al mismo tiempo, no tenía la menor duda de que Kaldor era una persona mucho más agradable. En su rostro y su voz ya podía distinguir sabiduría, compasión y también una profunda tristeza. No era de extrañar, teniendo en cuenta la sombra bajo la cual debía de haber pasado toda su vida.