Читаем Crónica de la ciudad de piedra полностью

Cuando salimos de casa de Dino Chicho, la lluvia había cesado. El empedrado relucía con aire sardónico. Algo sabía. Dos mujeres hablaban desde las ventanas de su casa. Más allá lo hacían otras tres. Las ventanas estaban bastante alejadas unas de otras, lo que las obligaba a alzar mucho la voz. Mientras llegábamos a casa, me enteré de la noticia: había llegado la batería antiaérea.

Aquel domingo por la tarde, las campanas de las dos iglesias repicaron más que de costumbre. Había mucha gente por las calles. Harilla Lluka llamaba de puerta en puerta gritando:

– ¡Ya ha llegado! ¡Ya ha llegado!

– ¡A ver si revientas! -le gritó una vieja-. Ya lo hemos oído.

– ¡Se van a joder ahora esos aeroplanos! -declaró Bido Sherif en el café. Tomaba café con Avdo Babaramo, mientras este último le explicaba cosas de la artillería. La mitad de los hombres que estaban allí los escuchaban con la boca abierta.

– ¡Ay, la artillería! -suspiró Avdo Babaramo-. Tu cabeza no está hecha para la artillería, Bido; pero ¿qué le voy a hacer yo, si no tengo con quien hablar?

Durante toda la tarde la gente se asomó a las ventanas y balcones a ver si aparecía la batería antiaérea. La mayoría alzaba la cabeza hacia la fortaleza porque estaban seguros de que los cañones de la batería serían instalados allí, lo mismo que el viejo antiaéreo. Pero cayó la noche y los cañones no aparecieron por ningún lado. Algunos decían que la batería había sido instalada fuera de la ciudad y camuflada. Esto decepcionó a la gente. Esperaban ver el cañón gigante de largos tubos, instalado como el viejo antiaéreo en medio de la ciudad, tal como merece una batería antiaérea a quien la ciudad confía su defensa; y resulta que la esperada batería se escondía tras las colinas y los matorrales.

– Artillería, la de mis tiempos -dijo Avdo Babaramo alzando el último vaso en el café.

Pero, junto con la decepción inicial, la ocultación de la batería incrementó en cierto modo la confianza que algunos tenían en ella.

Todos esperaban ahora su primera confrontación con los aeroplanos. Parecía que la gente no pudiera soportar la espera, aguardar a que clareara el día y llegara la hora del bombardeo.

Amaneció el lunes. Para decepción de todos, los ingleses no vinieron ese día a bombardear.

– Los muy granujas se han enterado del asunto de la batería -gritaba Harilla Lluka por las calles-. Se han enterado esos malditos cobardes…

– ¡Así revientes, que nos vas a dejar sordos con esa voz como la del burro de Kicho!

– … los ignorantes.

Pero el martes vinieron. La sirena, como siempre, elevó hasta el cielo su alarido. La gente pareció olvidar la impaciencia que había mostrado un día antes y se lanzó escaleras abajo a la bodega. Harilla Lluka tenía el rostro lívido. El ruido de los motores llegaba apagado, como una amenaza contenida. A Harilla le parecía que los aviones lo buscaban a él, por haberlos insultado tanto el día anterior. El ruido se aproximaba. La gente aguardaba con la boca abierta.

– Ya empieza, ya empieza, ¿lo oís? -gritó alguien.

– Calla.

– Escucha, está disparando.

– Es verdad, está disparando.

De lejos llegaba un estruendo incesante.

– La batería.

– ¿Por qué suena tan flojo?

– Ha parado.

– Ya empieza otra vez.

– ¿Por qué suena tan flojo?

– Vete a saber. Las armas de hoy.

– Cuando disparaba, nuestro antiaéreo hacía temblar la tierra.

– ¿Cuándo?

– Entonces.

– ¡Callaos!

El estampido de los disparos de la batería ahogó por un instante el estruendo de los motores, pero poco después volvió a dejarse sentir aún más amenazante. Estaba enfurecido. En la bodega, el silencio se hizo absoluto. No se oían los cañones. Los motores aullaban con toda su furia. Como grandes cuñas, los silbidos se clavaban en la tierra sin piedad. Ésta tembló. Una vez. Dos veces. Tres. Como de costumbre.

– Se van.

Los cañones de la batería, que no habían cesado de disparar en ningún momento, volvieron a oírse. Y de pronto, abriéndose paso entre la tristeza causada por la idea de que la batería había perdido el duelo y que nada iba a cambiar, desde arriba se oyó en la calle un grito salvaje.

– ¡Está ardiendo! ¡Está ardiendo!

Era la primera vez que la gente corría a la calle antes de que finalizara la alarma. Las calles, las ventanas y los patios se llenaron de cabezas que se agitaban como enajenadas para ver, para ver, sólo para ver.

– ¡Allí!

Blanco, dejando atrás una madeja larga y negruzca de humo que se expandía majestuosamente por el aire, el avión caía. Rasgando el cielo, el aeroplano, junto con el hombre que iba a morir pocos segundos después, caía y caía sin remedio, hasta perderse en el horizonte. Se oyó una explosión.

Sobre la ciudad quedó la cinta negruzca de humo. Mientras la gente gritaba, aullaba, maldecía, el viento suave del sur deformó la cinta en dos o tres puntos. Más tarde, el viento del norte, más agresivo que su compañero, la cortó y por fin la destrozó. Los pedazos quedaron suspendidos durante largo rato sobre la ciudad.

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