Читаем Crónica de la ciudad de piedra полностью

Aplastando la nariz contra el cristal de la ventana, observaba con profunda atención lo que sucedía en la carretera. Las finas gotas de lluvia, que el viento arrojaba contra el cristal, hacían la escena aún más triste. Esto duró toda la mañana. A mediodía, las columnas seguían avanzando. Por la tarde, cuando la última de ellas desapareció tras la cuesta de Zalli y la carretera quedó solitaria (el hombre cojo se disponía a salir en aquel instante), el espacio se llenó de pronto de un ruido sordo de motores. Me estremecí como si despertara de una pesadilla. ¿Qué sucedía? ¿Por qué? Mi adormecimiento se esfumó en un instante. Sucedía algo inadmisible: estaban despegando. De dos en dos, de tres en tres, acompañados por los cazas, los aviones abandonaban el aeropuerto y se alejaban en aquella dirección odiosa: hacia el norte. En cuanto se alejaba un grupo de tres, despegaba otro y así sucesivamente, sucesivamente. Las nubes los devoraban uno tras otro. El aeropuerto se vaciaba. Después escuché el sonido poderoso del gran aeroplano y mi corazón disminuyó el ritmo de sus latidos. Ya era tarde. Ya nada tenía remedio. Se elevó pesadamente, volvió las alas hacia el norte y se fue. Se fue para siempre. Desde más allá del horizonte, cubierto por la niebla asfixiante que se lo había tragado, llegó una vez más su jadeo hasta entonces familiar, ahora lejano y extraño, y después todo acabó. El mundo enmudeció de repente.

Cuando levanté los ojos de nuevo y miré más allá del río, vi que no había quedado nada. Era un campo común y corriente bajo la lluvia de otoño. Ya no había aeropuerto. El sueño había terminado.

– ¿Qué te ha pasado, hijo? -preguntó la abuela al encontrarme con la cabeza caída sobre el alféizar. No contesté.

Papá y mamá acudieron inquietos a la habitación y me hicieron la misma pregunta. Quise decirles algo, pero la boca y los labios no me obedecieron y, en vez de hablar, emitieron un llanto acongojado, inhumano. Sus caras se descompusieron de terror.

– Llora por el aerp…, por esa maldición de la que no consigo decir ni el nombre -dijo la abuela señalando con la mano hacia el llano que ahora se llenaba seguramente de charcos semejantes a heridas.

– ¿Lloras por el aeropuerto? -me preguntó papá enfurecido.

Yo dije que sí con la cabeza. Su cara se desencajó. -¡Desgracia de niño! -dijo mamá-. Creí que estabas enfermo.

Se quedaron un rato en el salón torturándome con su silencio. Papá estaba ceñudo y mamá desconcertada. Únicamente la abuela se movía a mis espaldas, murmurando continuamente.

– ¡Dios mío!; ¡qué tiempos tan horribles! ¡Los niños llorando por los aeroplanos! ¡Dios mío! ¡qué presagios tan funestos!

¿Qué era aquella nostalgia dispersa de un extremo a otro del espacio repleto de lluvia? El campo desértico estaba allí lleno de pequeños charcos. A veces creía oír su ruido. Corría hacia la ventana, pero en el horizonte no había más que nubes inútiles.

¿No lo habrán derribado y agoniza ahora en alguna ladera con el esqueleto de las alas encogido bajo la panza? Había visto una vez en el campo las largas extremidades de un pájaro muerto. Los huesos eran finos, lavados por la lluvia. Una parte estaba cubierta de barro.

¿Dónde estaría?

Sobre el campo, que antes mantenía vínculos con el cielo, erraba ahora algún girón de niebla.

Un día volvieron a soltar las vacas. Se movían lentamente, como manchas calladas de color café, rebuscando las últimas briznas de hierba en los márgenes de la pista de asfalto. Por primera vez sentí odio contra las vacas.

La ciudad cansada y sombría había pasado varias veces de las manos de los italianos a las de los griegos, y viceversa. Bajo la indiferencia general se cambiaban las banderas y el dinero. Nada más.

FRAGMENTO DE CRÓNICA
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