XI
Grecia había sido derrotada. Nevaba. Los cristales de las ventanas se habían helado. Yo miraba como extraviado la carretera repleta de refugiados. En harapos. Copos de nieve y andrajos. Parecía que el mundo se hubiera llenado de ellos. Así que, en algún lugar, se había derrumbado el Estado griego y sus harapos y sus plumas eran arrastrados por el viento invernal. Vagaban ahora por todas partes, como espíritus.
Los refugiados subían sin descanso por las calles de la ciudad. Hambrientos, estremecidos, soldados, civiles, mujeres con bebés en los brazos, ancianos, oficiales sin galones, golpeaban enajenados a las puertas mendigando pan.
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La ciudad, orgullosa, observaba a los vencidos. Las puertas eran altas. Las ventanas inalcanzables. Sus voces reptantes llegaban de abajo como un lamento de muerte.
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Así es como se derrumbaba un país. En las conversaciones de la bodega había oído que, de los países que nosotros conocíamos por los sellos de correos, habían sido destruidos hasta el momento Francia y Polonia. Sin duda, también ellos habrían llenado el mundo de harapos y de psomi. (Ilir dijo que no era posible que los franceses y los polacos llamaran al pan psomi, pero yo insistí en que no podían hacerlo de otro modo, desde el momento en que eran países vencidos, igual que Grecia.)
La nieve lo había cubierto todo. Hacía frío. Las chimeneas humeaban sin descanso. Bajo los pesados tejados, la vida, estremecida con los últimos sucesos, discurría de nuevo tranquila. Las vistas del pleito de los Karllashe con los Angoni se reanudaron. Llukan Burgamadhi, con su manta y su hatillo de comida en la mano, después de atravesar el barrio gritando a derecha e izquierda: «Buena salud, queridas mujeres», emprendió una mañana el camino de la cárcel. Lame Kareco Spiri se tranquilizó también. A doña Pino la llamaron para una boda en Dunavat. Desapareció la gata de Nazo.
La vida normal parecía reanudarse. Las monjas resultaban aún más negras sobre la nieve. La luz del proyector tenía otro brillo. Tan sólo el campo del aeropuerto permanecía abandonado. No había nada en él ahora. Ni siquiera vacas. Sólo nieve. Me disponía a lanzar allí a los cruzados (confundidos con los refugiados) y tras ellos al hombre cojo. En esos días, justo cuando parecía que la vida había vuelto a recuperar sus viejas normas, se reanudaron los bombardeos.
La bodega, temporalmente abandonada, volvió a llenarse. En invierno se estaba caliente allí.
– Otra vez reunidos como los polluelos -decían las mujeres saludándose entre sí.
Acomodaban las mantas y los colchones con viveza, casi con alborozo. Estaban todas allí: doña Pino, la mujer de Bido Sherif, la madre de Ilir, la señora Majnur (siempre con la mano en la nariz), Nazo y su preciosa nuera. Sólo faltaba Xexo, que había vuelto a desaparecer. Como siempre, tampoco venía Checho Kaili. De la familia de Aqif Kaxahu sólo acudían los hijos (Bido Sherif los miraba con terror), mientras que el mismo Aqif, su madre sorda, la mujer y la hija no aparecían.
Ahora que había nieve, los motores de los aviones y los estampidos de la batería se oían más apagados. El viejo antiaéreo continuaba destacándose entre todo lo demás. Pero ya no se esperaba nada de él. Era como ese viejo ciego que, cuando se burlan de él, tira siempre las piedras en dirección equivocada.