En aquellos días sólo se hablaba del ingeniero negro. Aparecía por todas partes y declaraba las bodegas inadecuadas como refugio. Lo mismo que en nuestra casa, para empezar pedía una silla, después, con un movimiento veloz, casi sigiloso del brazo, asestaba a la vieja bodega un golpe de muerte. Ciento setenta y tres bodegas, grandes y pequeñas, quedaron desiertas en cuatro días. Al quinto, antes de partir hacia Tirana, de donde procedía, el ingeniero se emborrachó de raki y al subir al coche dijo que lamentaba dejar atrás una ciudad destinada a desaparecer; pero ¿qué iba a hacer él?; había hecho todo lo que estaba en su mano; aquellos días habían sido también para él un verdadero drama; pero, a fin de cuentas, nadie puede oponerse a su destino y, así, un buen día llega la hora de desaparecer no sólo a las ciudades, sino también a los reinos e incluso a los imperios.
Como para corroborar las palabras del ingeniero, los bombardeos de los ingleses se intensificaron. En cuatro días murieron cuarenta y nueve personas. En el ayuntamiento continuaba la reunión para decidir si se abría o no la fortaleza al pueblo. Al tercer día, los vecinos del barrio de Dunavat, sin esperar la decisión de la corporación, reventaron el portón occidental y se metieron dentro. El mismo día fue abierta también por la fuerza la puerta oriental, a manos de los vecinos del mercado viejo.
Durante todo aquel día y hasta muy tarde estuvo afluyendo gente al interior de la fortaleza.
En nuestra calle las puertas resonaron durante toda la noche.
– ¿Vais a ir vosotros?
– Sí, ¿y vosotros?
– Hoy decidiremos.
– Temo que no quede espacio.
– No creo. La fortaleza es grande.
Llegó doña Pino.
– ¿Qué vamos a hacer? ¡Es la hecatombe!
– Ya lo veremos mañana -dijo papá.
Llegó Bido Sherif.
– Ya lo veremos mañana -repitió papá-. Vete a casa de Mane Voco -añadió dirigiéndose a mí-, pregunta qué van a hacer.
Encontré a Mane Voco en la calle, aproximándose.
Nazo y su nuera llamaron poco después.
– ¿Mañana?
– Sí, mañana, antes del amanecer.
Fue una de las noches felices de mi vida. La puerta sonaba continuamente. Nadie tenía intención de dormir. Atábamos los fardos y los bajábamos a la bodega para que no se quemaran en caso de incendio. Bido Sherif, Nazo, doña Pino y Mane Voco trajeron también los suyos. La bodega volvía a tener utilidad.
– Vete a dormir -me dijo dos o tres veces la abuela.
Era imposible. Al día siguiente estaríamos en la fortaleza. Nos separaríamos de las escaleras, las puertas, las ventanas y las palabras de costumbre, y penetraríamos en lo desconocido. Allí todo sería maravilloso, terrible y extraordinario. Allí estaba Macbeth.
La mañana llegó fría y sombría. Caía una lluvia fina. Llamaron a la puerta.
– ¿Estáis listos? -gritó Bido Sherif desde la calle.
– Listos -respondió papá.
– Bueno, ven que te dé un beso -dijo la abuela.
Me quedé pasmado.
– Pero, ¿es que tú no vienes?
Me acarició la cabeza.
– Yo me quedo aquí.
– ¡No! ¡No!
– Calla -dijo papá.
– Calla, querido, no me va a pasar nada.
– ¡No! ¡No!
Llamaron nuevamente a la puerta.
– Rápido -dijo papá-, nos están esperando.
– ¿Por qué dejáis a la abuela? -grité en tono de queja.
– Es ella la que no quiere venir -respondió papá-. Me he pasado toda la noche intentando convencerla, pero no quiere. Te lo pido por última vez -se volvió hacia ella-. Ven.
– Yo no dejo la casa sola -dijo la abuela con enorme tranquilidad-. Aquí he vivido y aquí quiero morir.
La puerta resonó otra vez.
– ¡Id con Dios! -dijo la abuela y nos besó a todos, uno por uno.
La puerta se cerró. Estábamos en la calle. La fina lluvia caía continuamente. Nos pusimos en marcha. De camino, se unieron otras personas a nuestro grupo. Los muros de la fortaleza apenas se distinguían entre la niebla. La cola de gente ante la puerta occidental era larga, de centenares de metros. Cargadas con fardos, mantas, cojines, maletas, libros, sartenes, sillas, alfombras, baldes, cántaros, cunas, sábanas, muelas, cacerolas, las personas avanzaban lentamente, se detenían largo rato, volvían a avanzar. La entrada estaba lejos aún. La lluvia fina lo empapaba todo. La gente tosía, se alzaba de puntillas para ver qué ocurría al principio de la cola; preguntaba «¿por qué se han parado?», y después, como no sabía qué hacer, volvía a toser.
Por fin, cerca de la hora de comer, llegamos muy cerca de la entrada. A ambos lados se alzaban verticales los viejos muros, empapados por la lluvia. La entrada era alta, aunque estrecha. Después de rebasarla (ya no se sentía ninguna alegría) nos encontramos en la más completa oscuridad. Los pasos de la gente retumbaban de manera inquietante. Los niños empezaron a gritar asustados. No se veía nada. Tropezábamos unos con otros como los ciegos. Alguien chilló. De pronto, en algún lugar por delante, de forma brutal, se abrió un trozo de cielo. Nos movimos hacia él. La brecha se fue ensanchando progresivamente, hasta que volvimos a sentir la lluvia sobre nuestras cabezas.
– Por aquí, pasa por aquí -gritaba alguien en tono irritado.