Читаем Crónica de la ciudad de piedra полностью

Los aviones venían fielmente todos los días. Lo hacían casi a una hora precisa y daba la impresión de que la gente se hubiera acostumbrado a las bombas como a una mala rutina, «Nos vemos mañana en el café, después del bombardeo. Mañana me levanto antes de amanecer, espero que me dé tiempo a limpiar la casa antes de la hora de las bombas. Levantaos y vamos a la bodega, ya va siendo la hora.»

Nadie sabía que los días de la bodega estaban contados. Su tiempo había pasado.

Su juez bajaba las escaleras con un capote negro sobre los hombros.

– ¿Quién es ése?

– ¿Qué quiere ese hombre?

– Abran paso. Es un ingeniero extranjero que va a inspeccionar la bodega.

– ¿Ingeniero?

El intérprete se abrió camino entre los colchones y las mantas, donde yacían tendidos los enfermos y las mujeres embarazadas. El extranjero del capote negro avanzó tras él. Pidió una silla.

– ¿De dónde ha salido ése, queridas?

– No lo miréis así.

– ¿Para qué lleva ese cuchillo en la mano? Es la hecatombe.

El hombre del capote negro se subió a la silla que le proporcionaron. Sacó de la cartera otro cuchillo, más fino que el que llevaba en la mano, y un precioso martillito. Le entregó la cartera al intérprete y levantó la mano derecha, esgrimiendo el martillo para golpear después con él en distintos puntos durante un rato. A continuación entregó el martillo al intérprete, cogió con la mano derecha uno de los cuchillos y alzando de pronto el brazo con gesto rápido, casi sigiloso, clavó el cuchillo en el estuco de la pared. Todos contuvieron el aliento. El hombre del capote sacó el cuchillo con delicadeza. Dos o tres fragmentos de estuco cayeron al suelo produciendo un ruido suave. La punta del cuchillo estaba un poco blanquecina. Bajó de la silla, la corrió un poco más allá y se dedicó de nuevo a la misma tarea. Los dos cuchillos quedaron ahora blanquecinos. El ingeniero bajó de la silla y dijo algo al intérprete.

– Esta bodega es inservible como refugio -dijo el segundo en voz alta, completamente indiferente-. ¿Quién es el dueño de la casa?

Acudió papá.

– Su bodega no sirve de refugio -le repitió con idéntica indiferencia, mirando por encima de la cabeza de papá en dirección al muro, como si sus palabras estuvieran escritas en él.

Papá se encogió de hombros.

El extranjero dijo algo más.

– El señor ingeniero dice que la bodega debe ser desalojada de inmediato, pues resulta peligrosa.

Nadie dijo nada. Los cuchillos del ingeniero, al clavarse en las paredes de la bodega, se habían hundido al mismo tiempo en la carne de todos. Y esto era fácil de adivinar por la pesadumbre con que se tensaron y después se encogieron las arrugas de sus caras.

El hombre del capote negro avanzó a grandes zancadas hacia la salida. Mientras subía las escaleras, el capote se hinchó a su espalda y durante un instante tapó toda la débil luz que penetraba desde fuera. Después la dejó pasar.

– ¡Oh, oh! -exclamó un viejo reumático-. ¿Y dónde vamos a ir a asfixiarnos ahora?

Algunas mujeres comenzaron a llorar.

– ¿Dónde nos vamos a meter ahora?

– ¡Basta! -dijo Bido Sherif-. Encontraremos un lugar, un lugar donde resguardarnos. Basta de llantos.

– Encontraremos algún lugar. Es imposible que no encontremos otro lugar…

– Dicen que se va a abrir la fortaleza a la gente.

– ¿La fortaleza?

– ¿Y por qué no? Es posible. Vamos, mujer, recojamos las mantas -dijo Bido Sherif dirigiéndose a su mujer.

Uno por uno, fueron saliendo todos. La bodega se desalojaba. La puerta rechinó quejosamente y nos quedamos solos.

Se hizo un silencio absoluto. Se oía cómo los gusanos roían la madera. Era un silencio capaz de hacer oír los gusanos. Durante largo rato me quedé escuchando un ruido monótono cuyo origen no era capaz de establecer con exactitud. Un silencio capaz de hacer oír los gusanos. Me gustó la expresión y la repetí varias veces.

Bajé. En el corredor no había nadie. La lámpara y el candil estaban allí. La negra mecha del segundo había inclinado tristemente la cabeza. Lo encendí y, sosteniéndolo con cuidado en la mano, bajé las escaleras de la bodega. Mientras lo hacía sentí que el fondo emanaba olor humano. La luz nerviosa del candil se proyectaba sobre los muros blancos. En lo alto se distinguían dos o tres pequeñas heridas, dejadas por el asesino del capote negro.

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