Читаем Crónica de la ciudad de piedra полностью

– En esta ciudad hay dos modos de hacer desaparecer a las jóvenes embarazadas: ahogarlas con juku o ahogarlas en un pozo. ¿Qué dices tú?

Volví a encogerme de hombros. Hacía mucho frío.

– ¿Así que no la has visto en el barrio por ninguna parte?

– Por ninguna parte.

– ¿Nadie la ha visto?

– Nadie.

– ¿Hay muchos pozos en tu barrio?

– Unos cuantos.

Se mordisqueó los labios.

– Si al menos encontrara su cuerpo… -dijo con voz sorda.

Hacía viento. Me estaba helando…

– La buscaré sea donde sea…

Tenía los dedos extraordinariamente largos. Miró durante un rato la lejanía gris. Los incontables tejados de la ciudad apenas se distinguían entre la niebla.

– Si es preciso, bajaré al mismo infierno para encontrarla -dijo en tono quedo.

Quise preguntarle qué sentido tenían aquellas palabras, pero tuve miedo.

Sin añadir nada más, se alejó rápidamente atravesando la explanada.

Volaban despacio con las alas extendidas y durante un instante creí que aterrizarían en el campo abandonado del aeropuerto, pero de pronto viraron bruscamente y se dirigieron a la ciudad. Sus alas resplandecían amenazadoras en el cielo. Estaban ya casi sobre nuestras cabezas, precisamente a la altura desde la que, por lo general, entraban en picado. Después de realizar una última maniobra, se lanzaron una tras otra sobre la ciudad, casi en vertical.

Había llegado la primavera. Desde la ventana de la segunda planta observaba la llegada de las cigüeñas. Sobrevolando la cúspide de los minaretes y de las chimeneas altas, buscaban los nidos antiguos y por las grandes elipses que describían en el cielo no resultaba difícil adivinar su tristeza y su sorpresa al encontrar los nidos dañados por la onda expansiva de las bombas, por el viento y la lluvia del pasado invierno. Las miraba y pensaba que las cigüeñas no podrían saber nunca lo que puede suceder a una ciudad durante el invierno, durante el período en que están ausentes.

<p>XII</p>

Era domingo. De abajo llegaba el sonido del pico de nuestro vecino, que llevaba dos semanas intentando construir en el patio un refugio antiaéreo moderno, según el modelo del que se había hecho construir recientemente la señora Majnur. Los bombardeos habían cesado desde el comienzo de la primavera. Hacía tiempo que habíamos regresado a nuestras casas. Los primeros en fabricarse refugios antiaéreos modernos y abandonar la fortaleza fueron los Karllashe y los Angoni. A continuación lo hicieron las monjas y las prostitutas, a quienes fue el ejército el que les construyó el alojamiento. Inmediatamente después se fueron marchando, uno tras otro, todos los que tenían dinero suficiente para hacerse construir un refugio similar. La mayor parte de la gente sólo abandonó la fortaleza cuando los bombardeos de los ingleses empezaron a espaciarse. Lo primero que me llamó la atención cuando regresamos a casa fue la ausencia del panel de hojalata donde ponía: «Refugio antiaéreo para 90 personas». Alguien lo había arrancado durante nuestra ausencia y en el muro sólo había quedado una leve marca cuadrada que, siempre que se la miraba, provocaba un vacío en el estómago.

Los golpes del pico del vecino sonaban de forma monótona.

El domingo se expandió de manera uniforme sobre la ciudad. Era como si alguien hubiera estrellado el sol sobre la tierra, y en todas partes: en la calle, en los cristales de las ventanas, sobre los charcos y los tejados, hubieran quedado tras el choque fragmentos de luminosidad humedecida. Recordaba cuando, hacía mucho tiempo, la abuela había limpiado un pez enorme. Sus escamas luminosas le habían cubierto los brazos. Entonces tuve la impresión de que todo su cuerpo era domingo. Por el contrario, cuando papá se enfadaba era martes.

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