– ¿Qué, has traído Francia y Suiza? -me asaltó diciéndome nada más entrar.
– Te las daré, te las daré. Pero espera un poco. ¿Cómo está el asunto?
– Se ha quemado. Se acabó.
– ¿Ellos?
– Desde luego. ¿Quién si no?
– ¿Dónde están?
– En la habitación. Aparentan no saber nada. Se hacen los sorprendidos.
– ¿Qué son las escrituras?
– No lo sé.
– ¡Cerrad la puerta! -gritó la madre de Ilir desde arriba-. Meteos dentro.
Subimos las escaleras. Ilir llamó a la puerta de su hermano.
– ¿Podemos entrar un rato?
Entramos uno tras otro: Ilir delante y yo detrás. Isa y Javer estaban de pie y miraban las llamas. Se dijeron algo en lengua extranjera.
– ¡Qué raro! -dijo Javer-. ¿Quién lo habrá incendiado? ¿Qué se dice por tu casa? -preguntó dirigiéndose a mí.
– Es verdad, es muy raro -añadió Isa.
– Yo tenía mucho sueño cuando sonaron los disparos -dijo Javer.
– También yo. Dormía plácidamente.
– Se oyeron gritos en la calle.
– ¿Qué significa escrituras? -preguntó Ilir.
– ¡Ah, las escrituras! -exclamó Javer-. ¿Oís cómo lloran por ellas? Las escrituras son los documentos de propiedad, los papeles donde dice quiénes son los propietarios de las casas, los huertos y las tierras, ¿comprendéis?
Era difícil comprenderlo. Los dos se esforzaron durante un rato porque lo lográramos.
– En esos documentos está escrito todo: la propiedad generación tras generación, los beneficiarios de las herencias. Cuando se originan pleitos por cuestiones de propiedad, se recurre inmediatamente a las escrituras.
En la calle, los gritos eran cada vez más fuertes. Algo íbamos entendiendo.
– Fijaos cómo aullan -dijo Isa-. Les han tocado el monstruo de la propiedad.
Por encima de los gritos se elevó un lamento penetrante.
– La señora Majnur -dijo Javer y se asomó a la ventana para verla mejor.
La señora Majnur había salido a la calle con la cabeza descubierta. Sus cabellos cenicientos, que siempre cubría un velo negro, resultaban atemorizadores. Las palabras que pronunciaba entre chillido y chillido resultaban confusas y estaban empapadas de saliva.
– Los deudores… se queman los títulos… los comunistas… malditos…
– ¡Aulla, bruja! ¡Aulla, vieja puta! -murmuró Javer.
Yo tenía la cara pegada al cristal y miraba las calles que bullían. El cristal se empañaba constantemente con mi aliento. Los suelos y las casas, liberados del dominio de las escrituras, habían comenzado a inclinarse, a moverse. Las distancias se quebraban; los muros intentaban abandonar sus cimientos; algo bajo ellos, el ancla secular que los mantenía sujetos, se había soltado. En su agitación, las casas pétreas se aproximaban amenazadoramente unas a otras, con peligro de caerse, de derrumbarse.
– ¡Se queman, se queman!
Tan sólo las calles, que pertenecían a todos, se esforzaban por mantener cierto orden en medio de aquel caos.
No duró mucho. El humo se elevaba cada vez más serenamente sobre el edificio incendiado. Las ventanas, donde poco antes se enardecían las llamas, habían comenzado a ennegrecer.
– Bueno, ya se ha quemado el Reichtag -dijo Javer, moviendo el globo terráqueo con el dedo.
– ¿Quién lo habrá incendiado? -preguntó Ilir.
– ¿Quién? Los incendiarios -le respondió Javer.
– Toda ciudad en el mundo posee un edificio que debe arder -añadió Isa.
Javer rió para sí. Después bostezó. Se le cerraban los ojos. Isa también bostezaba. Fuera, las calles se habían casi tranquilizado. Me fui.
Por la noche hubo una detención en nuestra calle. Los fuertes golpes en la puerta, sin semejanza con ninguna otra forma de llamar, despertaron a buena parte del vecindario.
– ¿A quién se han llevado? -preguntó la abuela, abriendo los postigos de la ventana que daba a la calle.
– Aún no se sabe a ciencia cierta -le respondió una voz susurrante-. Me parece que al hijo de los Mezinate.
Al día siguiente se supo que había habido detenciones en toda la ciudad. En la plaza pusieron un aviso enorme en el que se prometía una suma de 40.000
La tercera noche, los gendarmes arrestaron a un desconocido. Antes de detenerlo lo habían seguido durante un buen trecho. El desconocido caminaba como aturdido, llevaba en la mano una botella (el olor a petróleo se distinguía desde lejos) y sobre el hombro una cuerda enrollada. Era medianoche. Ya no había ninguna duda de quién era el incendiario. Le habían encontrado en el bolsillo una caja de cerillas y una bolsa pequeña con ceniza.