Entonces, la llanura, la carretera, la colina de la Santísima Trinidad, la niebla sin nombre, la misma montaña (me resultaba difícil creer que camináramos hacia una montaña, pues sus contornos eran ahora tan indeterminados que parecía que allí delante no hubiera otra cosa que un pedazo más denso de noche): todo aquello, abandonado a la oscuridad, comenzó a crujir y a moverse torpemente, como un monstruo. Poco a poco yo iba perdiendo la noción de la realidad. Nuestro caminar carecía ya de dirección, era un avance sin objeto, un errar por el vientre de la noche. Además, me sentía incapaz de pensar. Estaba acostumbrado a hacerlo entre las paredes, en las calles, las habitaciones, que, al parecer, me ordenaban los pensamientos, mientras que ahora todo era, no sólo inabarcable, sino también fatal. Ahí estaba la montaña: inclinada sobre la colina de la Santísima Trinidad, devoraba su lomo calladamente. Y ésta moría.
Alguien estornudó. Fue un sonido providencial, pero desgraciadamente breve.
Volvió a salir la luna. La bruma se arrastró rauda hacia su luz, tiñéndose las barbas con ella y derramando el resto sobre el barro de la llanura. Cogida por sorpresa, la montaña se alejó instantáneamente de la colina, pero no resultaba difícil ahora distinguir los desgarrones profundos que había dejado en su lomo.
La nuera de Nazo, la única que no había emitido un solo quejido ni suspiro durante la marcha (esto se debía quizás a que ella caminaba por el mundo de la magia, con el que estaba vinculada hacía tiempo), volvió nuevamente la cabeza.
– La ciudad -dijo entre dientes.
– ¿Dónde? -le pregunté en voz baja.
– Allí.
No vi nada.
– Sí, allí -repitió.
– ¿Aquello como niebla?
– Sí.
Allí estaba la abuela.
La luna volvió a ocultarse. Aquel recuerdo fugaz de la abuela fue devorado instantáneamente por las tinieblas. Aprovechando la oscuridad, la montaña volvió a inclinarse sobre la colina.
Continuamos largo rato así. Ahora ascendíamos.
– No os durmáis caminando -dijo Bido Sherif.
Ilir estaba junto a mí.
– Me estaba durmiendo -dijo.
– ¿Y eso?
– No sé.
Subíamos sin cesar.
– Amanece -dijo Mane Voco.
El sol, en efecto, vertía una luz débil, pero parecía que en cualquier instante fuera a retractarse y a dejarnos de nuevo en la negrura.
Paramos a descansar en un pequeño altozano. La llanura, allá abajo, la carretera, los ribazos, la niebla y la montaña se liberaban lentamente del yugo de la noche y esperaban la mañana, cansados y lívidos por la angustia pasada.
– Allí -dijo Ilir-. Mira allí.
A lo lejos, entre la turbiedad que se originaba de la mezcla de la noche y el día, aparecieron los contornos de la ciudad. Era la primera vez que la veía de lejos. A punto estuve de gritar de alegría, pues durante toda la noche había estado imaginando que resbalaba y resbalaba irremisiblemente y se hundía en el barro de la llanura como un barco viejo.
El relieve de la tierra se había sacudido ya definitivamente los duendes de su lomo y se descubría con lentitud bajo la luz del día. Tan sólo en los ojos cenicientos de la nuera de Nazo había quedado algo de la magia de la noche.
La ciudad estaba allí, completamente sola entre las mandíbulas de la niebla, que se abrían torpemente por todas partes. Allí estaban las
– Caminemos -dijo Bido Sherif-, ya nos queda poco.
Nos levantamos. Yo caminaba dormido. Era un sueño difícil, interrumpido y rasgado por los hoyos del camino. Alguien dijo: «Hemos llegado». Abrí los ojos.
– ¡Hemos llegado!
– ¿Adonde?
– Aquí.
No era consciente.
– ¿A la aldea?
– Sí, a la aldea.
– ¿Dónde está?
– Allí.
Miré con sorpresa. Aquello era, por tanto, lo que se llamaba aldea. Asombroso. Quedé un rato con la boca abierta. Después me eché a reír de pronto a carcajadas.
– ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? -preguntó la nuera de Nazo.
Yo no paraba de reír…
– Este chico me va a volver loca -dijo mamá.
– ¿Qué te pasa? -gritó papá con brutalidad.
– Sí… mirad… fijaos… las casas… allí…
– ¡Basta!
Mamá me sacudió por los hombros y me echó el brazo por encima.
Lo que estaba viendo me resultaba increíble. Aquellos edificios diminutos, bajos, muy bajos, con los muros encalados, me parecían casas de muñecas. Además, no estaban pegadas unas a otras formando calles, sino separadas, cada una por su lado y, por si esto no bastara, todas estaban cercadas por tierras labradas, corrales de gallinas, almiares y casetas para perros.