Salí corriendo a la calle. Se acercaban, pálidos, delgados, vestidos con ropas que les estaban grandes o demasiado ajustadas. Buscaba con la mirada a mi tía. Una muchacha, otra más. No. Aún más muchachas. Se dirigían hacia el centro. Sin percatarme yo mismo, caminaba junto a ellos, con un grupo de chavales. La tía no aparecía por ningún lado. Quizás en la otra columna. Desde las ventanas continuaban saludándolos. Un grupo de mujeres corría junto a ellos y preguntaba sin parar. Alguien se abrazaba, rompiendo la formación.
Las ventanas de la señora Majnur y del resto de las señoras estaban cerradas. Me asaltó una desazón. Me pareció que allá, en algún lugar por delante, había una trampa. Me pareció además que la columna avanzaba confiada hacia ella. La ciudad era grande y feroz. Las terribles bandas de Isa Toska, los
En las primeras filas, en efecto, sucedía algo. Se oyeron voces.
– Algo sucede.
– En el minarete.
– ¿Qué ha sucedido en el minarete?
– Los ojos.
– ¿Qué?
– El clavo. El clavo.
– Apartad a los niños.
– ¡Los niños atrás!
Nos apartaron.
Había sucedido algo verdaderamente funesto. Mientras la columna guerrillera avanzaba hacia el centro, el muecín Ibrahim, que había subido al minarete para presenciar la llegada de los guerrilleros, había esgrimido de pronto un clavo y había intentado sacarse los ojos. La gente que pasaba por la calle y que había subido corriendo a la torre al darse cuenta le había arrancado a duras penas de las manos el clavo ensangrentado. Habían intentado bajarlo, pero él, enfurecido y fuerte como era, les pidió el clavo gritando con voz potente: «¡No quiero ver el comunismo!». Por fin, tras inútiles esfuerzos por hacerlo descender y ante el riesgo cierto de rodar ellos mismos por las escaleras a causa de su acometividad, la gente desistió y dejó solo al hombre que había intentado sacarse los ojos. El muecín Ibrahim quedó con el pecho apoyado en la balaustrada, desde donde entonaba habitualmente sus oraciones, y con las manos colgando cantaba de forma estremecedora un antiguo himno religioso.
La noche encontró a la ciudad llena de
La ciudad parecía tener pesadillas. Hablaba entrecortadamente. Su balbuceo era sombrío, invocaba a la muerte.
Al amanecer, todo se tranquilizó. La lluvia había cesado. El cielo estaba gris, pero con mucha luz. Por la callejuela se deslizó la mujer de Bido Sherif.
– Aqi Kaxahu se ha vestido de
– ¡Así reviente! -dijo la abuela.
Doña Pino empujó la puerta.
– ¿Cómo es posible? No nos enteramos de lo que pasa -dijo la tía Xemo, que había dormido aquella noche en casa.
– ¿En manos de quién está la ciudad? -preguntó la abuela.
– De nadie -respondió Doña Pino-. Es la hecatombe.
La ciudad estaba en manos de los guerrilleros. Se supo alrededor de las ocho de la mañana, cuando sus patrullas se dejaron ver por todas partes. Los
Reinaba la calma. La abuela y la tía Xemo tomaban el café matutino.
– Dicen que los guerrilleros van a abrir comedores colectivos -dijo la tía Xemo pensativa.
La abuela calló. Se puso los impertinentes sobre la nariz y miró fuera.
– ¿Qué puerta es ésa que suena con tanto estrépito? -dijo-. Mira a ver. Me parece que es la casa de Nazo.
Lo había adivinado. Sí que estaban llamando a la puerta de Nazo. Eran tres guerrilleros. Uno, el que llamaba, tenía una sola mano: la izquierda. Los otros dos miraban las ventanas. Nazo y su nuera se asomaron.
– ¿La casa de Maksut Gega? -gritó desde abajo el guerrillero.
– ¿Mande usted? -dijo la nuera de Nazo.
– Que salga Maksut en seguida.
– Maksut no está en casa.
– ¿Dónde está?
– Se ha ido a casa de unos primos.
– Abre la puerta. Vamos a hacer un registro.
Salieron un cuarto de hora después. El guerrillero manco extrajo del bolsillo de la chaqueta un pedazo de papel y, juntando las cejas, lo leyó.