Читаем Crónica de la ciudad de piedra полностью

– ¿De qué país son estos de aquí? -preguntó, señalando con la mano a los italianos.

– Del país de Italia.

– Extranjeros -dijo.

– Sí, extranjeros.

– ¿Y esos otros?

– Estos son de nuestra ciudad. Este es de la familia de los Toroj, éste de los Xhula, éste de los Angini, éste de los Mera, éste de los Kokobobo.

La vieja Hanko cubrió el último montón de cadáveres con sus manos secas y emprendió el camino de vuelta.

– ¿Qué significa esta sangre? Dinos algo, abuela Hanko -le pidió una mujer entre sollozos.

La vieja volvió la cabeza, pero pareció olvidar la dirección en que había sonado la voz.

– El mundo está empapado de sangre -dijo sin mirar a nadie-. El hombre muda la sangre cada cuatro o cinco años. El mundo cada cuatrocientos o quinientos. Ahora es el invierno de la sangre.

Tras pronunciar estas palabras, emprendió el camino de regreso a su casa. Tenía ciento treinta y dos años.

Invierno. Terror blanco. Estas palabras lo cubren todo. Como la escarcha. Era por la mañana temprano. Me desvelé y fui al salón. Unas cuantas nubes densas como esponjas empapadas en barro pesaban sobre la ciudad. El cielo estaba negro. Tan sólo a través de una brecha penetraba una luz antinatural que resbalaba sobre los aleros grises y se detenía sobre una edificación blanca. Era la única construcción blanca del barrio. No me había fijado nunca en ella. A aquella hora de la mañana, entre las casas de color ceniza, resultaba siniestra.

¿Qué casa es ésa? ¿De dónde ha salido? ¿Ypor qué se llama terror blanco a lo que está sucediendo estos días? ¿Por qué no lo llaman terror verde o azul?

Había comenzado a sentir pavor del color blanco, has rosas blancas, que me recordaban los visillos de la sala grande, y el camisón blanco de la abuela llevaban escuta la palabra terror.

FRAGMENTO DE CRÓNICA

…ordeno. Pena de muerte para todas aquellas personas sospechosas de tener lazos con los terroristas. Se establece el toque de queda desde las 4 de la tarde hasta las 6 de la madrugada. El comandante de la plaza, Emil de Fiori. Ordeno la anulación de todas las autorizaciones para la circulación nocturna concedidas a las comadronas de la ciudad. Ordeno el registro general de la población de la ciudad a partir del día 11 y hasta el 18 de este…

<p>XVI</p>

La carretera, el puente del río y la calle de Zalli estaban repletos de soldados, mulas, camiones, que se movían lentamente hacia el norte. Italia había capitulado. Interminables columnas de soldados, con las mantas sobre los hombros, entraban en la ciudad. Una parte de ellos llevaba aún armas. Otros habían comenzado a tirarlas o a venderlas. El empedrado de la ciudad estaba encenagado con el barro que traían consigo los soldados. Todo se movía, se iba, giraba dejando lodo tras de sí. Las calles se desbordaban en gritos e imprecaciones en italiano. Las turbas móviles de soldados se volvieron más y más irregulares. Parte de ellos abandonaban nuevamente la ciudad y partían por la carretera hacia el norte. Simultáneamente, por la misma carretera, penetraban en la ciudad nuevas columnas, cada vez más embarradas. Calados por la lluvia, desfallecidos y sin afeitar, los soldados escalaban lentamente la pendiente de Zalli, miraban con asombro las altas casas de piedra.

La sombría ciudad invernal observaba con menosprecio a los vencidos. Poco después errarían como espectros por la nieve murmurando: «Pane, pane».

Llukan Burgamadhi regresaba con la manta al hombro por el camino de la fortaleza.

– Todos se van -gritaba-. No queda ni dios en la cárcel. Es para echarse a llorar.

Las monjas también se iban. Lame Kareco Sipiri corrió durante un rato bajo la lluvia, tras el camión al que subieron las chicas de la casa pública. Todo salpicado de barro por las ruedas traseras, caminaba en pos del camión como enloquecido, haciendo gestos con la mano a las mujeres, que también lo saludaban desde la caja, donde el viento las maltrataba. Por fin, se quedó atrás. Regresó entonces al centro de la ciudad con aspecto lastimero, repitiendo sin cesar: «Yo las quería».

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