Читаем Crónica de la ciudad de piedra полностью

– Ha vuelto de Italia la hija de los Karllashe -rompió el silencio Xexo-. ¡Dios mío, qué escándalo! Lleva faldas por encima de la rodilla y medias finas como cuernos de serpiente; lo que hay dentro se ve desde fuera. Arreglándose y emperifollándose todo el día; se pinta los labios y se aclara el pelo, y fuma cigarrillos y habla en italiano. «¡Qué país de mierda es éste, mamá!», se lamenta. «¡Cómo habré venido a parar a este rincón olvidado del mundo, papá!». Y esto y lo otro durante todo el día. Ahí lo tienes, Selfixe.

– ¿Qué le vas a hacer? -respondió la abuela-. Cuando una chica se echa a la calle, eso es lo que termina haciendo.

– Eso es lo que termina haciendo -repitió doña Pino-. Es la hecatombe.

Al día siguiente, como si hubiera escuchado la charla de Xexo, Ilir me dijo:

– Vamos a ver a la hija de los Karllashe, que ha vuelto de Italia.

– ¿Es guapa?

– Mucho, mucho. Tiene el pelo como el sol. Está aburrida en la ventana y se le mueve el pelo con el viento.

Salí corriendo. Atravesamos el Callejón de los Locos y nos paramos ante la casa de los Karllashe. Sí que estaba en la ventana y tenía realmente el pelo como el sol. Ninguna mujer en nuestra ciudad había tenido nunca un pelo así, a excepción de una de las muchachas de la casa pública, precisamente la que mató Ramiz Kurti el año anterior y que fue la causa de que cerraran la casa pública durante seis meses.

– ¡Eh! ¿Qué te parece? -me preguntó Ilir.

– Es guapa.

Ilir se puso contento.

Estuvimos mucho rato junto a la casa de los Karllashe. Pasaron dos comadres. Una de ellas iba encogida. Después pasó Gerg Pula. Estaba pálido. Parecía recién salido del hospital. Nos miramos el uno al otro. Pasó Maksuty; llevaba bajo el brazo una cabeza cortada. La hija de los Karllashe se apartó de la ventana. Esperamos a que se volviera a asomar, pero no lo hizo. No sabíamos dónde ir. La calle estaba solitaria. La mujer de Bido Sherif salió a la ventana, se sacudió las manos y volvió a desaparecer. La puerta de Nazo, por donde había entrado Maksut, se cerró sin hacer ruido.

De pronto escuchamos disparos a lo lejos. Una ráfaga corta. A continuación otra. Después estampidos aislados. Alguna gente venía corriendo por la calle del mercado. Harilla Lluka estaba entre ellos.

– Marchaos, desapareced. Hay muertos -gritaba.

La madre de Ilir salió a la puerta.

– ¡Ilir, adentro! -gritó también ella.

Oí que me llamaban también a mí. Las puertas se cerraron con estrépito. Volvieron a oírse disparos.

La noticia corrió con extraordinaria rapidez: habían matado al comandante de la ciudad, Bruno Archivocale. Ya entrada la noche, resonaron golpes en una puerta.

– Es la casa de Mane Voco -dijo la abuela y corrió a abrir la ventana que daba justo a la calle.

Afuera se escucharon pasos pesados, palabras en italiano, gritos de «¡Hijo, hijo!» y después calma. Se había llevado a cabo una detención.

La abuela cerró la ventana.

– Han cogido a Isa -dijo.

Los funerales de Archivocale fueron solemnes. Los discursos se pronunciaron en el centro de la ciudad; después, el largo cortejo partió hacia el cementerio. La banda tocaba. Los instrumentos resplandecientes, con sus bocas abiertas como flores, lanzaban lamentos. Desfilaban lentamente los jerifaltes fascistas, altos, petulantes, vestidos enteramente de negro. Desfilaban los curas. Desfilaban las monjas. El ataúd que contenía a Archivocale se bamboleaba pesadamente. En miles de ventanas se asomaban las mujeres, las viejas y los niños. La ciudad observaba la marcha de su comandante. Por los muros, en fragmentos de carteles y bandos rasgados por el viento, murmurarían aún durante algún tiempo los retazos de su nombre: RCHIV, ARC, OC, L; después, la lluvia los arrancaría definitivamente, y en los mismos lugares se pegarían nuevos anuncios y carteles con el nombre del nuevo comandante.

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