Por la carretera seguían desfilando las largas columnas que parecían no tener fin. La ciudad estaba enteramente embadurnada de lodo.
– ¡Qué monstruosidad es ésta, querida Selfixe! -dijo la tía Xemo, que vino de visita precisamente en aquellos días-. El mundo entero se ha vuelto barro y lodo.
– ¿Qué quieres? Así es como se van las monarquías -dijo la abuela.
– Se van. Unos se van y otros llegan. Al marchar no dejan más que barro y lodo.
La ciudad estaba verdaderamente espantosa. El color rojizo del barro no encajaba en absoluto con su gris solemne. Italia, al capitular, lo salpicaba todo de barro, igual que las ruedas traseras de un camión.
Yo permanecía ante los ventanales de la segunda planta y observaba el trajín. Pensaba que, mientras que el viento de invierno había arrancado los harapos a Grecia, a Italia la ahogaba con barro.
La abuela y la tía Xemo se habían colocado sobre las narices sus viejos impertinentes, que resultaban extremadamente ridículos con los cristales rotos, y escudriñaban la carretera repleta de soldados.
– Ya se ha derrumbado también Italia -dijo la tía Xemo-, después de castigarnos los oídos durante tanto tiempo.
– Era insoportable -dijo la abuela.
– ¿Y dónde van a ir esos desdichados en medio de este invierno tan crudo? -siguió diciendo la tía Xemo.
– A deambular por los caminos. ¿Qué otra cosa pueden hacer?
– ¡Pobres! ¡Las madres que los esperan!
– Es lo que pasa cuando se derrumban los reinos en invierno -sentenció la abuela.
La tía Xemo suspiró.
– Mantas. Montañas de mantas -dijo al poco rato.
Por la carretera pasaban columnas innumerables de soldados y mulos. El ajetreo duró todo el día y toda la noche. Por la mañana parecía que estuvieran allí las mismas columnas interminables del día anterior.
La ciudad embarrada, después de pasar una noche inquieta, amaneció aún más sombría. A medianoche, las bandas de Isa Toska habían entrado coreando viejas canciones. Aún no había amanecido cuando lo hicieron algunos destacamentos de «
Simultáneamente, unos oficiales italianos hicieron un intento de volar con el
Una hora después del derramamiento de sangre, a través del campo del aeropuerto, llegó a la carretera la primera columna guerrillera. Delgada y larga, con una bandera roja al frente, pasó entre la multitud de soldados italianos y se acercó a la ciudad ascendiendo por la cuesta de Zalli. Una segunda columa descendía por la vertiente norte.
De lejos llegó un grito prolongado:
¡Los guerrilleros! ¡Los guerrilleros!
Subí corriendo a la segunda planta para verlo. Las columnas me parecieron escuálidas. Esperaba ver gigantes con armas refulgentes y eran sólo dos columnas vulgares, tremendamente vulgares, con sendas banderas rojas al frente. ¿Adonde se dirigían? ¿No sabían que la ciudad estaba enfurecida y armada hasta los dientes? Al parecer no sabían nada de esto, pues continuaban avanzando con rapidez hacia el centro. Una tercera columna, aún más escuálida y todavía menos imponente, estaba atravesando el puente entre las turbas de soldados italianos. También ésta llevaba una bandera roja.
¿Por qué no eran más y por qué no tenían coches, cañones, antiaéreos, bandas de música, sino tan sólo una bandera roja y unas cuantas mulas cargadas con municiones y con los heridos al final?
Por la ladera norte descendía una cuarta columna. Entretanto, la primera avanzaba por la calle de Varosh. Las ventanas estaban abarrotadas. La gente hablaba en voz alta, agitaba los pañuelos; alguien tocaba una armónica.