– ¿La mano del inglés?
– Esa misma. Con el anillo en el dedo, como entonces. ¿Te acuerdas que la robaron del museo?
– ¿Cómo no me voy a acordar? Mira por dónde…
– Es mejor que os volváis.
Se volvieron. Nosotros caminábamos aturdidos entre el grupo bullicioso. Las palabras fueron escaseando después gradualmente hasta que sólo se oyeron los pasos.
– ¡Ese brazo! -dijo alguien con voz grave-. Ese maldito brazo no se despega de nosotros.
Nadie respondió.
– ¡Ah, infelices de los hombres! -dijo la misma voz-. ¡Si supieran a dónde pueden ir a parar sus cabezas o sus manos…!
Habíamos llegado a la aldea.
Por la noche, lejos, en la dirección en que debía encontrarse la ciudad, se divisaron fuegos. Todos los refugiados salieron al exterior y contemplaban boquiabiertos el temblor débil de las llamas. Se decía que estaban quemando las casas de los guerrilleros, pero no se sabía nada con certeza. Entre la oscuridad y la niebla, la ciudad lanzaba señales mediante los pañuelos lejanos de las llamas, que nadie era capaz de descifrar.
Nosotros, los chavales, encaramados a unas rocas desnudas, gritábamos todo lo que se nos ocurría.
– Aquella es mi casa. ¡Está ardiendo mi casa! ¡Hurra!
– ¡Mentira! Es la mía.
– ¿Sí? ¿Y quién de tu familia se ha hecho guerrillero?
– Mi tío.
– ¿Y de mi casa, que se ha ido mi hermano? ¿Qué?
Después siguieron las disputas por las llamas. Cada cual presumía que su casa ardía con unas llamas más altas que la de su compañero.
– ¿Y mi casa, que suelta todo ese humo? Una vez, cuando se atascó la chimenea…
– ¡Cuando se queme mi casa ya veréis!
– ¡Pues cuando se quemen los libros turcos de mi abuelo, que son tan gordos como una empanada! -dije con gesto presuntuoso.
– ¡Pues cuando se queme mi abuela, que es toda grasa! -dijo el nieto de la señora Majnur.
– No tienes vergüenza. ¿Cómo hablas así de tu abuela?
– Mi abuela es
– ¡Ilir, Ilir! -gritaba su madre.
Uno a uno, nos fuimos retirando todos. Cuando regresaba vi a la nuera de Nazo en la plaza desierta, completamente sola, vestida con una chaqueta preciosa, con el cuello de piel. Acababa de salir la luna y su cabeza surgía de entre la piel blanca como de la niebla.
– Buenas noches -me dijo.
– Buenas noches.
Me puso la mano en la nuca y durante un rato sus dedos juguetearon con mi pelo, sin peinar hacía largo tiempo.
– ¿Qué has oído decir de Maksut? -preguntó de pronto.
Yo bajé aún más la cabeza y no dije nada. Sus dedos, que por un instante se habían crispado sobre mi cuello, se tornaron nuevamente acariciadores.
– Se quema -dijo mirando en la dirección en que relumbraban los fuegos-. ¿Te da pena?
No sabía qué decir.
– Pues yo quiero que se queme. Toda -la palabra «toda» me sonó extraña en su boca-. Que no queden más que ruinas y ceniza. ¿Te gusta la ceniza?
Estaba desconcertado.
– Sí -le dije.
En ese momento, sus ojos, a la luz de la luna, me parecieron dos ruinas maravillosas.