Cayó la noche. Tras todo aquel estruendo que había inundado como una avalancha la amplia comarca, el mundo parecía ensordecido. Miles de refugiados, que durante los estampidos de los cañones habían salido a los alrededores dé las aldeas y seguían con ojos y oídos lo que sucedía, ahora que todo se había calmado, estaban petrificados como estatuas.
¿Qué estaría haciendo la ciudad ahora, allí en la oscuridad, a solas con ellos? Aquella debía de ser, según la profecía, la última noche de su vida milenaria. Los hombres de cabellos rubios habían llegado por fin.
En la aldea donde estábamos instalados no durmió nadie en toda la noche. Todos permanecían silenciosos, afuera, de pie, a la espera. Quienes se retiraban a echar una cabezada regresaban poco después, envueltos en mantas. Nadie hablaba en voz alta. Los ojos de todos estaban vueltos en la dirección en que debía de encontrarse la ciudad. Era toda negrura. Las garras férreas de los tanques le oprimían el pecho. Ninguna luz. Ninguna señal. La estaban hundiendo en la oscuridad.
Despuntó el día y allí estaba aún, cenicienta como siempre y grande. Alguien lloraba. Todos repetían la palabra «hoy». Habían decidido volver.
Abandonamos la aldea por la tarde. Nuestro grupo lo formaba la misma gente que a la venida, además de Xexo. Caminaban en silencio. Los almiares solitarios quedaban atrás, desperdigados. Parecían tener algo que decirnos, sin conseguirlo. Eramos extraños.
Al mismo tiempo, en cientos de direcciones, pequeños grupos de refugiados regresaban a la ciudad. La cascara gigante, medio abandonada ahora, volvería a llenarse al cabo de pocas horas de pasos, suspiros, nervios, pasiones, murmuraciones, esperanzas, dolores humanos.
Caminábamos sin parar. Hacía tiempo que el último almiar había quedado atrás…
– Regresemos -dijo de pronto Xexo y se detuvo-. Me ha zumbado el oído derecho.
Nadie dijo nada. Proseguimos la marcha. Xexo continuó también, murmurando durante un buen rato, pero pronto se calmó. Era quizá medianoche. No se veía nada. Sólo se presentía que a la noche le habían salido enormes quistes y tumores que debían de tener forma de repechos y de rocas. Sin duda había pasado ya la medianoche cuando comenzamos a caminar por la llanura. Anduvimos aún largo rato. Debíamos de estar en el campo del aeropuerto. Junto a nosotros se cernía algo negro. El cadáver del
– ¿Te acuerdas dónde has escondido el puñal? -me preguntó Ilir.
– Sí.
Nos detuvimos a descansar. Ilir y yo fuimos a orinar junto al aeroplano derribado. ¡Nunca lo hubiera imaginado! Amanecía. Confusamente comenzaron a dibujarse los contornos de la ciudad, que se erguía a nuestra espalda como una esfinge. No sabíamos qué hacer, si entrar o no. Del caos de las tinieblas iban surgiendo los tejados de los edificios más altos, las chimeneas y las ventanas. Las agujas de los minaretes, los campanarios y los desvanes, recubiertos de hojalata, parecían locos que vagaran entre el resto de las construcciones, después de ponerse en la cabeza sus viejos cascos.
Decidimos entrar. Atravesamos el puente del río (el puesto de vigilancia militar estaba abandonado) y después la carretera. No había alemanes por ningún lado. Quizá se habían encerrado en la fortaleza.
Caminamos un poco más por tierra yerma. De pronto, la ciudad se alzó ante nosotros. Alta. Se la veía arrogante, ofendida por el abandono. Las huellas de los disparos eran visibles. Frentes de casas quebrados, balcones arrancados.
En el primer poste del teléfono se distinguía algo blanco. Al acercarnos vimos un cartel. Aún estaba oscuro y apenas se distinguían las letras: «Ordeno… prohibición… espero… asimismo… muerte tras… fusilamiento… así como… El comandante de la ciudad, Kurt Volerlzeju».
Ascendíamos la calle de Varosh. En la ventana del cronista Xivo Gavo parpadeaba una luz débil. De pronto sentí cómo una mano me apretaba la cabeza contra un cuerpo.
– No mires.
Había un bulto a un lado del camino, encogido. No pude verlo bien. Sentía náuseas.
Más adelante nadie me impidió mirar. Caminábamos como autómatas. Dos italianos muertos. Más allá, otro.
El ahorcado se veía desde lejos, en la encrucijada, en el poste del teléfono. Al acercarnos pudimos comprobar que se trataba de una mujer. Era vieja. Xexo emitió un lamento ahogado.
– Doña Pino -dijo Ilir.
Era ella. Menuda. El viento la balanceaba levemente. Sobre el pecho, un trapo blanco llevaba escrito, medio en albanés, medio en alemán: «Saboteadora».