Читаем Cuentos de la Alhambra полностью

Aunque mi gusto era el pasar la mayor parte del día en la soledad, asistía algunas veces a la pequeña tertulia doméstica de doña Antonia, la cual se reunía ordinariamente en una vieja sala morisca que servía de cocina y de gabinete, y en uno de cuyos ángulos habían construido una rústica chimenea, hallándose por el humo ennegrecidas las paredes y destruidos en gran parte los antiguos arabescos. Un hueco, con un balcón que daba al valle del Darro, permitía la entrada de la fresca brisa de la tarde; y aquí era donde yo hacía mi frugal cena de fruta y leche, pasando el rato en conversación con la familia. Hay cierto talento natural -sentido común, como le llaman los españoles- que les hace despejados y de trato agradabilísimo, cualquiera que pueda ser su condición de vida y por imperfecta que sea su educación: añádase a esto que no son nada vulgares, pues la Naturaleza los ha dotado de cierta dignidad de espíritu que les es muy propicia y característica. La buena de la tía Antonia era una mujer discreta, inteligente y nada común, aunque sin ilustración; y la vivaracha Dolores, si bien no había leído tres o cuatro libros en toda su vida, poseía una cierta admirable discreción y buen sentido, sorprendiéndome muy a menudo con sus ingeniosas ocurrencias. Solía entretenernos el sobrino leyéndonos alguna antigua comedia de Calderón o de Lope de Vega, a lo que se mostraba sumamente propicio, por el deseo de agradar, o más bien de entretener a su adorada prima, si bien casi siempre, y a pesar suyo, se quedaba dormida esta señorita antes de terminar el primer acto. Algunas veces la tía Antonia daba reuniones de amigos de confianza y deudos suyos, que solían ser los habitantes de la misma Alhambra y las esposas de los inválidos. Todos la miraban con gran deferencia, por ser la conserje del Palacio, y la hacían la corte, dándole noticias de lo que sucedía en la fortaleza o de los rumores que corrían por Granada. Oyendo estos chismes nocturnos me enteré de muchos sucesos curiosos, que ilustraron acerca de las costumbres del pueblo bajo, y de muchos pormenores referentes a la localidad.

Y he aquí de dónde han nacido estos ligeros bocetos, sencillos entretenimientos míos, a los que sólo dan interés e importancia la especial naturaleza de este sitio. Pisaba tierra encantada y me encontraba bajo la influencia de románticos recuerdos. Desde que en mi infancia y allá en mis queridas riberas del Hudson recorrí por primera vez las páginas de una antigua Historia de España y leí en ellas las guerras de Granada, esta ciudad fue para mí eterno objeto de mis más dulces ensueños; y muchas veces me imaginaba allá en mi fantasía el hollar los poéticos salones de la Alhambra. ¡Ved aquí, acaso por primera vez, un sueño realizado, y, con todo, me parece una ilusión de mis sentidos; aún quiero dudar que yo he habitado en el palacio de Boabdil, y que me he pasado extáticas horas contemplando desde sus balcones la hermosa y poética Granada! Cuando vagaba por estos salones orientales y oía el murmullo de las fuentes y los trinos del ruiseñor, cuando aspiraba la fragancia de las rosas y sentía la influencia de este embalsamado clima, me hallaba tentado a suponerme en el paraíso de Mahoma, y que la linda Dolores era una hurí de ojos negros, destinada a aumentar la felicidad de los verdaderos creyentes.


El truhán

Después de haber redactado las anteriores páginas sobrevino un incidente que causó una ligera tribulación en la Alhambra y que entristeció la interesante fisonomía de Dolores. Esta señorita sentía esa natural pasión de mujer por los animales domésticos de todas clases; y, efecto de su bondadoso carácter, había poblado de los que le eran predilectos uno de los patios ruinosos de la Alhambra. Un arrogante pavo real, con su hembra, parecía como que estaba ejerciendo soberanía sobre otros hermosos pavos, cacareadoras gallinas de Guinea y una bandada de pollos y gallinas comunes. Pero el principal deleite de Dolores fue mucho tiempo un par de pichones que habían entrado ya en el sagrado estado del matrimonio, sustituyendo en el cariño de la joven a una gata maltesa con sus gatitos.

A manera de vivienda, y para que pudieran hacer vida doméstica, Dolores les había arreglado un pequeño cuartito junto a la cocina, cuya ventana daba a uno de los silenciosos patios moriscos. Allí vivía la feliz pareja, no conociendo más mundo que su patio y sus relucientes tejados, sin que jamás se les hubiera ocurrido asomarse por encima de las murallas ni volar a lo alto de las torres. Su virtuosa unión se vio al fin coronada por dos preciosos huevos, blancos como la leche, que estremecieron de alegría a la cariñosa joven. Nada tan tierno y digno de admiración como los desvelos de los tiernos esposos en tan interesante situación; turnaban en el nido hasta que nacieron los pollos, y mientras la tierna prole necesitaba calor y abrigo, el uno quedaba en el nido y el otro salía fuera para buscar comida y traer a la casita provisiones.

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