El cielo de Tel Aviv se supera a sí mismo. Ni un rastro de nubes a la vista. La luna ha quedado reducida a un mero recorte. La opalescencia levantina disipa las últimas estrellas de la noche. Al otro lado de la verja, el vecino de enfrente saca brillo al parabrisas de su coche. Es el más madrugador del barrio. Como dirige uno de los restaurantes más afamados de la ciudad, le gusta estar en el mercado de abastos antes que la competencia. En otro tiempo, a veces intercambiábamos cortesías en la oscuridad, él a punto de salir para el mercado y yo de regreso del hospital. Desde el atentado, finge que no existo.
El cristalero llega hacia las nueve en una furgoneta descolorida. Dos chavales con acné lo ayudan a descargar su material y sus placas de cristales con una precaución de artificiero. Me anuncia que el carpintero no tardará en llegar. Lo hace al rato, en una camioneta cubierta con un toldo. Es un hombre alto y reseco, con el rostro surcado de arrugas y una mirada seria. Viste un mono desgastado hasta la trama y pide ver las ventanas rotas. El cristalero se las enseña mientras me quedo en la planta baja, en un sillón, bebiendo café y fumando. Por un momento he pensando en ir a desentumecerme las piernas y la cabeza en el parque que hay cerca de casa. Hace buen tiempo y el sol dora los árboles circundantes, pero me disuade el temor a toparme con alguien que me pueda amargar el día.
Naveed Ronnen me telefonea hacia las once. Mientras tanto, el carpintero se ha llevado en su camioneta las ventanas que tiene que reparar en su taller. El cristalero y sus ayudantes están en el primer piso, pero no se les oye.
– ¿Qué es de ti, hermano? -me suelta Naveed, contento de hablar conmigo-. ¿Amnésico o sólo despistado? ¿Te vas, regresas, desapareces y luego reapareces, y ni una sola vez se te ocurre llamar a tu viejo amigo para contarle por dónde andas?
– Ya sabes que ni siquiera lo sé
Ríe.
– Eso no es motivo. Yo tampoco paro, pero mi mujer sabe exactamente dónde localizarme cuando quiere controlarme. ¿Qué tal te ha ido en Jerusalén?
– ¿Cómo sabes que he estado en Jerusalén?
– Soy poli… -contesta riendo-. Llamé a casa de Kim y se puso Benjamin. Él me dijo dónde estabais.
– ¿Quién te ha dicho que he vuelto?
– He llamado a Benjamin y se ha puesto Kim… ¿Vale así?… Bueno, te llamo porque Margaret estaría encantada de que vinieras a cenar a casa. Hace mucho que no te ve.
– Esta noche no, Naveed. Tengo cosas que hacer en casa. Además tengo aquí a un equipo de cristaleros, y un carpintero ha venido esta mañana.
– Pues mañana…
– No sé si habré acabado para entonces.
Naveed carraspea, reflexiona y me propone:
– Si tienes mucho trabajo en casa, te puedo mandar ayuda.
– Son pequeños arreglos. Ya hay bastante gente aquí.
Naveed vuelve a carraspear. Le ocurre siempre que se encuentra a disgusto.
– Tampoco van a tirarse toda la noche allí.
– No, pero da igual. Gracias por haber llamado, y saluda de mi parte a Margaret.
Hacia mediodía, como Kim sigue sin dar señales de vida, llego a la conclusión de que utilizó a Naveed para saber si seguía vivo.
El carpintero trae mis ventanas, las instala y verifica delante de mí que funcionan adecuadamente. Le firmo una factura, coge el dinero y se retira con la colilla apagada en la comisura. Hace rato que se fueron los cristaleros. Recupero mi casa, su tranquilidad de convaleciente y el misterio de sus penumbras. Subo al salón para retar a mis fantasmas. No percibo el menor movimiento. Me hundo en un sillón frente a la ventana recién reparada y
Sihem sonríe desde una foto, encima de un equipo de música. Tiene un ojo más grande que el otro, quizá debido a su sonrisa forzada. Siempre se acaba sonriendo al fotógrafo cuando éste es persuasivo, aunque no apetezca. Es una foto antigua, una de las primeras después de nuestra boda. Recuerdo que fue para un pasaporte. Sihem no tenía muchas ganas de que viajásemos al extranjero en nuestra luna de miel. Sabía que mis ingresos eran modestos y prefería invertir en un apartamento menos lúgubre que el que ocupábamos en las afueras.