Читаем El Atentado полностью

Me levanto para mirar el retrato de cerca. A mi izquierda, sobre un estante lleno de discos, un álbum fotográfico de cuero. Lo agarro casi maquinalmente, me vuelvo a sentar y me pongo a hojearlo. No estoy especialmente emocionado. Es como si estuviese hojeando una revista en la sala de espera del dentista. Las fotos desfilan bajo mis ojos, cautivas del instante en que fueron tomadas, frías como su papel glaseado, libres de toda carga emotiva susceptible de enternecerme… Sihem bajo una sombrilla, con la cara oculta tras unas enormes gafas de sol, en Charm el-Cheikh; Sihem en los Campos Elíseos de París; los dos posando ante un guardia de Su Majestad Británica; con mi sobrino Adel en el jardín; en un cóctel; en una fiesta en mi honor; con su abuela en la granja de Kafr Kanna; su tío Abbas con botas de caucho y metido en el estiércol hasta las rodillas; Sihem delante de la mezquita de su barrio natal en Nazaret… Sigo desbrozando los recuerdos sin detenerme demasiado en ellos. Es como si pasara las páginas de una vida anterior, de un caso resuelto… Pero una foto me llama la atención. Se ve en ella a mi sobrino Adel riendo, las manos en las caderas, delante de una mezquita de Nazaret. Vuelvo a la foto de Sihem posando ante la mezquita de su infancia. Es una foto reciente, de menos de un año, lo sé por el bolso que le regalé para su cumpleaños en enero pasado. A la derecha, se ve el capó de un coche rojo y un chaval agachado ante un cachorro. Vuelvo a la de Adel. Ahí siguen el coche rojo, el chaval y el cachorro. Así pues, las fotos se tomaron a la vez, y probablemente se las tomaron el uno al otro. Tardo un rato en asimilarlo. Sihem se desplazaba regularmente a Nazaret cuando se quedaba en casa de su abuela. Adoraba su ciudad natal. ¿Pero Adel?… No recuerdo habérmelo encontrado por allí. No era su entorno. Venía a menudo a vernos a Tel Aviv cuando sus asuntos lo sacaban de Belén, pero de ahí a imaginármelo en Nazaret… El corazón se me encoge. Me inunda un cierto malestar. Esas dos fotos me aterran. Intento encontrarles una justificación, una razón, una conjetura, pero nada. Mi mujer jamás salía con un familiar sin que me enterara. Siempre me decía en casa de quién estaba, a quién se había encontrado, quién la había llamado por teléfono. Es cierto que apreciaba a Adel por su humor y su espontaneidad, pero que se encontrara con él fuera de casa, fuera de Tel Aviv sin comentármelo, eso no era costumbre suya.

No dejo de dar vueltas a esa coincidencia. Me asalta en el restaurante y me amarga la cena; me vuelve a interceptar en casa y me mantiene en vela a pesar de dos somníferos… Adel, Sihem… Sihem, Adel… El autocar de Tel Aviv a Nazaret… Fingió una urgencia y bajó del autocar para meterse en un coche que seguía detrás… Un modelo antiguo de Mercedes, de color crema. Idéntico al que entreví en el antiguo almacén de Belén… Es de Adel, me dijo con orgullo Yaser… Sihem en Belén, su última escala antes del atentado… Demasiadas coincidencias para atribuirlas al azar.

Aparto las sábanas. El despertador marca las cinco de la mañana. Me visto, llego hasta mi coche y me dirijo a Kafr Kanna.

No hay nadie en la granja. Un vecino me informa de que se han llevado a la abuela al hospital de Nazaret y que su sobrino Abbas fue con ella. En el hospital, no me dejan ver a la paciente, a la que han trasladado de urgencia al quirófano. Hemorragia cerebral, me informa una enfermera. Abbas está en la sala de espera, medio dormido sobre una banqueta. Ni siquiera se levanta al verme. Es así, tan avaro de gestos como un mosquetón. Soltero con cincuenta y cinco años, y sin haber salido nunca de la granja, desconfía de las mujeres y de los urbanitas, a los que evita como al diablo, y prefiere deslomarse trabajando de sol a sol antes que sentarse a comer con alguien que no huela a arado y a sudor. Es un patán fuerte como un roble, de labios agresivos y cara de cemento. Lleva botas manchadas de barro, una camisa descolorida por las axilas de tanto sudar y un pantalón áspero y horrendo que parece de lona. Me explica sucintamente que se encontró a la abuela en el suelo, con la boca abierta, que lleva horas aquí y que se le olvidó soltar a los perros. El ataque de la abuela lo incordia más que lo apena.

Esperamos en la sala hasta que un médico nos anuncia el final de la intervención. El estado de la abuela es estacionario, pero sus posibilidades de sobrevivir son escasas. Abbas pide permiso para regresar a la granja.

– Tengo que dar de comer a las gallinas -gruñe sin dar mayor importancia al parte del médico.

Se pone al volante de su camioneta oxidada y sale disparado hacia Kafr Kanna. Voy tras él en mi coche. Hasta que no cumple con las diferentes tareas de la granja, al final de la jornada, no se da cuenta de que aún estoy ahí.

Перейти на страницу:

Похожие книги