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– ¿Dónde está Adel?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Estará donde lo hayan llevado sus negocios. Hace semanas que no lo veo.

– ¿Me vas a decir dónde está o voy a tener que ir a esperarlo a tu casa?

– No -exclama-, no se te ocurra pisar Belén. Los tipos del otro día te andan buscando. Dicen que los has engañado y que trabajas para el Shin Beth.

– Yaser, ¿dónde está Adel?

Un nuevo silencio, más largo que el anterior, y Yaser acaba soltando, exacerbado.

– Yenín… Adel está en Yenín.

– Ése no es el lugar más adecuado para montar una empresa, Yaser. Yenín está asolado.

– Escucha, te aseguro que la última vez que tuve noticias suyas estaba en Yenín. No tengo motivos para mentirte. Si quieres, te avisaré cuando regrese… ¿Puedo saber de qué va todo esto? ¿Qué pasa con mi hijo para que me llames a esta hora?

Cuelgo.

No sé por qué, pero me encuentro algo mejor.

El vigilante nocturno no se alegra de que lo saque de la cama a las tres de la mañana. El hotel cierra a las doce y se me ha olvidado el código de entrada. Es un joven famélico, probablemente un universitario que pasa las noches custodiando el sueño ajeno para costearse los estudios. Me abre sin entusiasmo, busca mi llave y no la encuentra.

– ¿Está seguro de haberla entregado antes de salir?

– ¿Por qué tendría que cargar con una llave?

Sigue buscando tras el mostrador de la recepción, rebusca entre los papeles y las revistas que hay alrededor de un teléfono con fax y fotocopiadora y se incorpora sin haberla encontrado.

– ¡Qué raro!

Intenta recordar, sin conseguir despertarse del todo, dónde se encuentran las copias.

– ¿Ha buscado en su ropa, señor?

– Le digo que no la llevo -contesto llevándome las manos a los bolsillos.

El brazo se detiene: la llave está en mi bolsillo. La saco, confundido. El vigilante contiene un suspiro, a todas luces horrorizado. Se rehace y me desea buenas noches.

Como el ascensor está estropeado, subo por una escalera estrecha hasta el quinto para caer en la cuenta de que me alojo en el tercero. Vuelvo sobre mis pasos.

No enciendo la luz.

Me desvisto, me tumbo sin abrir la cama y miro el techo, que poco a poco me va aspirando como si fuera un agujero negro.

A partir del quinto día me doy cuenta de que mis duendes me están abandonando uno tras otro. Mis reflejos se adelantan a mis intenciones y mis torpezas las empeoran. Durante el día permanezco enclaustrado en la habitación, encogido sobre una silla o tumbado en la cama, con los ojos en blanco como si tratase de pillar por atrás mis pensamientos, pues no dejan de acosarme extrañas ideas: pienso poner en venta mi casa recurriendo a una agencia inmobiliaria, hacer borrón y cuenta nueva y exiliarme en Europa o en Estados Unidos… Por la noche, salgo como un depredador y frecuento tugurios sospechosos, seguro de no toparme, en esos lugares que jamás he pisado, con ningún conocido o ex colega. La penumbra de esos bares que apestan a tabaco y a efluvios rancios me insufla un extraño sentimiento de invisibilidad. A pesar de la promiscuidad de borrachos y mujeres de mirada embrujadora, nadie se fija en mí. Me siento a una mesa apartada, donde las jóvenes achispadas apenas se aventuran, y me dedico a soplar tranquilamente hasta que vienen a avisarme de que es hora de cerrar. Entonces me voy con mi borrachera al mismo parque, al mismo banco, y no vuelvo al hotel hasta la madrugada.

Hasta que, en una cervecería, todo se me va de las manos. La ira que llevaba días incubando acaba imponiéndose. Me lo esperaba. Con la susceptibilidad a flor de piel, sabía que tarde o temprano se me iban a fundir los plomos. Me expresaba con brutalidad y replicaba expeditivamente, carecía de paciencia y reaccionaba muy mal cada vez que me miraban. Sin duda, me estaba convirtiendo en otra persona, a la vez imprevisible y fascinante. Pero esta noche, en la cervecería, me paso. De entrada, no me ha gustado la mesa que me han dado. Quería un lugar discreto, pero no quedaban mesas disponibles. He puesto mala cara y he cedido. Luego, la camarera me informa de que no queda hígado a la plancha. Parece sincera, pero no me gusta su sonrisa.

– Quiero hígado a la plancha -me empeño.

– Lo siento, no nos queda.

– Eso no es asunto mío. En el menú que tienen fuera pone que sirven hígado a la plancha y por eso he entrado, no por otra cosa.

Mis gritos interrumpen el ruido de los cubiertos. Los clientes me miran.

– ¿Por qué tenéis que mirarme así? -les aúllo.

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