Rebusco en mis bolsillos, doy con un paquete de tabaco arrugado, saco un pitillo y me lo llevo a los labios. Me doy cuenta de que me he quedado sin mechero.
– No tengo fuego -se excusa Naveed-. Deberías dejar de fumar.
– ¿Puedo contar contigo?
– No veo cómo. Te vas a meter en un campo de minas donde no tengo el menor poder y donde mi baraka no tiene curso legal. Ignoro lo que pretendes demostrar. Allí no se te ha perdido nada. Disparan por doquier, y las balas perdidas hacen más daño que los enfrentamientos. Te aviso, Belén es un puerto de recreo comparado con Yenín.
Se da cuenta de su metedura de pata e intenta sin éxito enmendarla. Su última frase estalla dentro de mí como un petardo. Mi nuez me golpea secamente el gaznate cuando le espeto:
– Kim me prometió no decir nada, y siempre cumple su palabra. Si no ha sido ella, ¿cómo sabes que he estado en Belén?
Naveed siente fastidio, pero su rostro no lo refleja.
– ¿Qué habrías hecho en mi lugar? -dice exasperado-. La mujer de mi mejor amigo es una kamikaze, y nos ha pillado a todos por sorpresa, a su marido, a sus vecinos y a sus amistades. Estás en tu derecho de saber cómo y por qué, pero también es mi deber.
No me lo puedo creer.
Me estremezco de indignación.
– ¿Será posible? -suelto.
Naveed intenta acercarse a mí. Levanto las manos para suplicarle que se quede donde está, me meto por la primera callejuela y desaparezco en la noche.
XIV
En Yenín parece que la razón se ha roto los dientes y se niega a ponerse una prótesis que le devuelva la sonrisa. De hecho, aquí nadie sonríe. El buen humor de antaño ha plegado velas desde que las mortajas y los estandartes ondean al viento.
– Y eso que no has visto nada -me dice Yamil, como si leyese mis pensamientos-. El infierno es un hospicio comparado con lo que ocurre aquí.
Sin embargo, he visto cosas desde que pasé al otro lado del Muro: aldeas sitiadas, controles en cada cruce, carreteras plagadas de vehículos carbonizados, fulminados por los aviones teledirigidos, cohortes de damnificados esperando que los cacheen, tratados a empellones y a menudo rechazados, reclutas imberbes perdiendo la paciencia y golpeando sin distinción, mujeres oponiendo a los culatazos sus manos magulladas, jeeps cruzando las llanuras y otros escoltando a colonos judíos hasta su lugar de trabajo como si fuera un campo de minas…
– Hace una semana -añade Yamil- esto era el fin del mundo. ¿Has visto ya tanques responder a las hondas, Amín? Pues en Yenín, los tanques abrieron fuego contra críos que les lanzaban piedras. Goliat pateaba a David por todas las esquinas.
Yo andaba lejos de imaginar que la descomposición estuviera tan avanzada y que quedara tan poco espacio para la esperanza. No ignoraba la animadversión que alentaba las almas en ambos bandos, el empecinamiento de los beligerantes negándose a entenderse y prestando sólo oídos a su rencor asesino, pero comprobar con mis propios ojos esa situación insostenible me traumatiza. En Tel Aviv vivía en otro planeta. Mis anteojeras me ocultaban lo esencial del drama que corroe mi país; los honores que me rendían enmascaraban el verdadero tenor de los horrores que están a punto de convertir la tierra bendecida por Dios en un inextricable estercolero donde los valores fundacionales de la Humanidad se pudren, destripados, donde los inciensos huelen igual de mal que las promesas incumplidas, donde el fantasma de los profetas se cubre la cara durante cada oración ahogada por los culatazos y las voces de mando.
– No podemos ir más allá -me avisa Yamil-. Estamos prácticamente en la línea de demarcación. A partir del patio destrozado que tienes a tu izquierda empieza la galería de tiro.
Me enseña un montón de pedruscos ennegrecidos.
– Dos traidores fueron ejecutados por la Yihad Islámica el viernes pasado. Ahí expusieron sus cuerpos; estaban hinchados como globos.
Miro a mi alrededor. Parece que el barrio ha sido evacuado. Sólo un equipo de televisión extranjero filma los escombros, custodiado de cerca por guías armados. Un todoterreno, erizado de kalashnikovs, surge de no se sabe dónde, sale disparado y desaparece tras una curva con un tremendo chirrido de neumáticos. La nube de polvo que deja tras de sí tarda en disiparse.
Se oyen disparos cercanos, y luego una calma total, frustrante.
Yamil da marcha atrás hasta una rotonda, escruta una calle silenciosa, calcula los pros y los contras y decide no correr riesgos inútiles.
– Esto es mala señal -dice-. No veo a milicianos de las brigadas de al-Aqsa. Normalmente siempre hay tres o cuatro por aquí para orientarnos. Si no hay nadie, es que se está preparando una emboscada.
– ¿Dónde vive tu hermano?