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El encargado acude de inmediato. Exhibe todo su encanto profesional para calmarme, pero su cortesía de fachada me encabrita. Exijo que se me traiga de inmediato hígado a la plancha. Por la sala se propaga un movimiento de indignación. Alguien sugiere que me pongan de patitas en la calle. Es un hombre de cierta edad con pinta de poli o militar. Le sugiero que me eche él mismo. Asiente de buen grado y me agarra por la garganta. La camarera y el gerente se oponen al bruto. Cae ruidosamente una silla y cruje el mobiliario a la vez que estallan las invectivas. Llega la policía. El oficial es una mujer rubia de buena pechera con una nariz grotesca y mirada ardiente. El bruto le explica cómo ha degenerado la situación. Sus declaraciones son corroboradas por la camarera y buena parte de la clientela. La mujer de uniforme me saca a la calle y me pide los papeles. Me niego a entregárselos.

– Está totalmente borracho -gruñe un agente.

– Nos lo llevamos -decide el oficial.

Me empujan dentro de un coche y me llevan a la comisaría más cercana. Allí me obligan a entregar mis papeles, a vaciar mis bolsillos y me encierran en una celda con dos borrachos que roncan como benditos.

Una hora después, un agente viene a buscarme. Me lleva a recuperar mis efectos personales y luego al vestíbulo. Allí se encuentra Naveed Ronnen, apoyado contra el mostrador con la cara descompuesta.

– Vaya, mi ángel de la guarda -exclamo, desagradable.

Naveed ladea la cabeza para despedir al agente.

– ¿Cómo has sabido que estoy enchironado? ¿Me mandas seguir o qué?

– Para nada, Amín -dice con tono cansado-. Me alegro de comprobar que te mantienes en pie. Me temía lo peor.

– ¿Como qué, por ejemplo?

– Un secuestro o un suicidio. Llevo días y noches buscándote. Cuando Kim me informó de tu desaparición, comuniqué tus datos a las comisarías y a los hospitales. ¿Por Dios, dónde has estado metido?

– No tiene importancia… ¿Me puedo ir? -pregunto al oficial que está tras el mostrador.

– Queda usted en libertad, señor Jaafari.

– Gracias.

Un viento caliente barre la calle. Dos polis fuman y charlan, uno apoyado en el muro de la comisaría y otro sentado sobre el estribo de un vehículo celular.

El coche de Naveed está aparcado en la acera de enfrente, con las luces de población encendidas.

– ¿Adónde vas así? -me pregunta.

– A mover un poco las piernas.

– Ya es tarde. ¿Quieres que te deje en tu casa?

– Mi hotel no está lejos…

– ¿Cómo que tu hotel? ¿Ya no sabes llegar a tu casa?

– Estoy muy bien en el hotel.

Naveed se pasa una mano por las mejillas, asombrado.

– ¿Y dónde está tu hotel?

– Cogeré un taxi.

– ¿No quieres que te lleve?

– No hace falta. Además, necesito estar solo.

– ¿Debo entender que…?

– No hay nada que entender -replico, cortante-. Necesito estar solo, eso es todo. Creo que está claro.

Naveed me alcanza en la esquina de la calle. Tiene que adelantarme para cerrarme el paso.

– Te aseguro que no está nada bien lo que estás haciendo, Amín. Si vieras el aspecto que tienes…

– ¿Estoy haciendo algo malo o qué? ¿Dime en qué estoy faltando?… Por si quieres saberlo, tus colegas se han portado fatal. Son unos racistas. Fue el otro el que empezó, pero como no tengo la cara adecuada… No por salir de una comisaría hay que reprenderme. Ya tengo bastante por hoy. Ahora sólo quiero regresar a mi hotel. ¡Joder, tampoco estoy pidiendo la luna! ¿Qué hay de malo en querer estar solo?

– Nada -dice Naveed poniéndome la mano sobre el pecho para impedirme avanzar-. Salvo que puedes perjudicarte aislándote. Tienes que sobreponerte, por Dios. Estás desbarrando. Y estás equivocado si piensas que estás solo. Todavía te quedan amigos con quienes puedes contar.

– ¿Yo puedo contar contigo?

Mi pregunta lo sorprende.

Aparta los brazos y dice:

– Por supuesto.

Lo miro de hito en hito. No aparta la mirada aunque se le estremece una fibra en lo alto del pómulo.

– Quiero ir al otro lado del espejo -mascullo-, al otro lado del Muro.

Frunce el ceño y se inclina para mirarme de cerca.

– ¿A Palestina?

– Sí.

Esboza una mueca y se vuelve hacia los policías que nos observan de reojo.

– Creía que habías solucionado ese problema.

– Yo también lo creía.

– ¿Y qué te ha hecho cambiar de opinión?

– Digamos que es un asunto de honor.

– El tuyo está intacto, Amín. No podemos culparnos del daño que nos infligen, sino sólo del que infligimos a los demás.

– Resulta difícil tragarse eso.

– Nadie te obliga.

– Ahí es donde te equivocas.

Naveed se sujeta el mentón entre el índice y el pulgar y me mira encogiendo las cejas. No me imagina en Palestina con mi depresión a cuestas y busca una manera sutil de disuadirme.

– No creo que sea una buena idea -dice ya sin argumentos.

– No se me ocurre otra.

– ¿Dónde quieres ir exactamente?

– A Yenín.

– La ciudad está en estado de sitio -me previene.

– Yo también… No has contestado a mi pregunta. ¿Puedo contar contigo?

– Supongo que nada te hará recapacitar.

– ¿De qué me hablas?… ¿Puedo contar contigo, sí o no?

Se siente a la vez molesto y afligido.

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