– A unos cientos de metros de esta mezquita. Justo detrás de los tejados reventados que ves a la derecha. Pero para llegar hasta allí hay que cruzar el barrio, y está infestado de tiradores. Ya hemos pasado lo peor, pero sigue habiendo follón por aquí. Los soldados de Sharon ocupan buena parte de la ciudad y controlan sus principales accesos. Ni siquiera nos dejarán acercarnos, por lo de los coches bomba. En cuanto a nuestros milicianos, están desquiciados y disparan antes de pedir la documentación. No hemos elegido un buen día para visitar a Jalil.
– ¿Qué propones?
Yamil se pasa la lengua por sus labios azulados.
– No sé. Esto no estaba previsto.
Retrocedemos hasta la rotonda, nos cruzamos con dos vehículos de la Cruz Roja y los seguimos a distancia. Una granada estalla a lo lejos, y luego otra. Un par de helicópteros zumban en el cielo polvoriento con los cohetes apuntando. Proseguimos con cuidado tras las dos ambulancias. Hay manzanas enteras arrasadas por los tanques y bulldozers, cuando no dinamitadas. En su lugar se despliegan espantosos descampados invadidos por escombros y chatarra artrítica donde colonias de ratas acampan en espera de consolidar su imperio. Las hileras de ruinas dan una idea de las calles de antaño, hoy reducidas al silencio, exhibiendo ante el mundo sus tullidas fachadas y sus pintadas, aún más incisivas que las grietas. Y, por todas partes, a la vuelta de un vertedero, en medio de los esqueletos de coches aplastados por los tanques, entre las empalizadas acribilladas por la metralla, en las sufridas placetas… por todas partes, el sentimiento de estar reviviendo horrores que parecían abolidos a lo que se añade: la práctica seguridad de que estamos tan unidos a nuestros viejos demonios que no hay poseso que quiera quitárselos de encima.
Las dos ambulancias cruzan un campo poblado por espectros despavoridos.
– Los supervivientes -me explica Yamil-. Vivían en esas casas arrasadas y ahora se repliegan hacia acá.
No digo nada. Estoy espantado; y me tiembla la mano cuando cojo mi paquete de tabaco.
– ¿Me das uno?
Las ambulancias se detienen frente a un edificio ante el cual unas madres se impacientan, con sus críos agarrados a sus faldas. Los conductores salen, abren las portezuelas y van sacando y distribuyendo víveres, lo cual produce un ligero bullicio.
Yamil consigue colarse por un rosario de atajos y da media vuelta cada vez que un disparo o una silueta sospechosa nos hiela la sangre.
Por fin llegamos a barrios relativamente tranquilos. Unos milicianos en traje de faena y otros encapuchados andan ajetreados aquí y allá. Yamil me explica que debe dejar el coche en un garaje y que, a partir de ahora, sólo podemos contar con la fuerza de nuestras pantorrillas.
Subimos interminables callejuelas abarrotadas de gente enojada antes de llegar al cuchitril donde vive Jalil.
Yamil aporrea la puerta varias veces, pero no hay respuesta.
Un vecino nos informa de que Jalil y su familia se han ido hace unas horas a Nablús.
– ¡Menuda faena! -exclama Yamil-. ¿Ha dicho exactamente a qué lugar de Nablús?
– No ha dejado dirección… ¿Sabía que venías?
– ¡No he podido hablar con él! -suelta Yamil, furioso de haber recorrido todo este camino para nada-. Yenín está aislado del mundo… ¿Puedo saber por qué se ha ido a Nablús?
– Pues… se ha ido y ya está. ¿Qué quieres que haga aquí? No hay agua corriente ni electricidad. Ya no hay nada para comer y no se puede dormir ni de día ni de noche. Si yo tuviera a un familiar capaz de sacarme de aquí, habría hecho lo mismo.
Yamil me pide otro cigarrillo.
– ¡Qué mala pata! -grita encolerizado-. No conozco a nadie en Nablús.
El vecino nos invita a entrar en su casa para que descansemos.
– No, gracias -le digo-. Tenemos prisa.
Yamil intenta reflexionar, pero su decepción se lo impide. Se acuclilla delante de la casa de su hermano y fuma nerviosamente con las mandíbulas crispadas.
Se levanta de un bote.
– ¿Qué hacemos? -pregunta-. Yo no puedo quedarme por aquí. Tengo que regresar a Ramala para devolver el coche a su dueño.
Tampoco yo sé qué hacer. Jalil era mi única referencia. Las últimas noticias eran que Adel se alojaba en su casa. Esperaba que me llevara hasta él.