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Subo a mi habitación y abro la ventana para contemplar la batalla campal. Se me encoge el corazón ante el espectáculo que tengo ante mí… Yenín… Era la gran ciudad de mi infancia. Como las tierras tribales se encontraban a unos treinta kilómetros de aquí, a menudo acompañaba a mi padre cuando iba a la ciudad a vender sus lienzos a marchantes de poco fiar. Por entonces, Yenín me resultaba tan misteriosa como Babilonia, y me complacía confundir sus esteras con alfombras voladoras. Más tarde, cuando la pubertad hizo que me fijara en el meneo de caderas de las mujeres, aprendí a venir solo por aquí. Yenín era un pueblo de ensueño para cualquier joven espabilado, con sus pretensiones de gran ciudad, su permanente barullo que recordaba un zoco en día de ramadán, sus tiendas como cuevas de Alí Baba repletas de baratijas empeñadas en minimizar la sombra de las penurias, sus callejuelas perfumadas donde los chavales parecían príncipes descalzos; pero también ese lado pintoresco que en otros tiempos fascinó a los peregrinos, el olor de su pan, que no he podido recuperar en ninguna otra parte, y su talante, que ha conservado a pesar de tantos infortunios… ¿Dónde han ido a parar esos detalles que constituían su encanto y su sello, que hacían que el pudor de las chicas fuera tan mortal como su descaro y que convertía a unos ancianos de carácter imposible en seres venerables? El reino del absurdo ha arrasado hasta la alegría de los niños. Una insana grisura lo ha invadido todo. Esto parece un ala abandonada del limbo, habitada por almas ajadas, seres rotos, medio espectros y medio malditos, presos en sus vicisitudes como las moscas en el barniz, con la cara estragada y los ojos en blanco, vueltos hacia la noche, y tan desdichados que ni el gran sol de As-Samirah consigue iluminarlos.

Yenín ya sólo es una ciudad catastrófica, un inmenso estropicio; parece estar agonizando, más insondable que la sonrisa de sus mártires cuyos retratos presiden todas las esquinas. Desfigurada por las múltiples incursiones del ejército israelí, puesta en la picota y resucitada una y otra vez para que el horror se prolongue, yace en medio de sus maldiciones, extenuada y privada de sus hechizos…

Llaman a la puerta.

Me despierto. La habitación está sumida en la oscuridad. Mi reloj señala las seis de la tarde.

– Señor Jaafari, tiene visita -me anuncian desde el otro lado de la puerta.

Un chico me espera en recepción, vestido con ropa ceñida de colores fuertes. Debe rondar los dieciocho años, pero simula ser mayor. Su rostro de rasgos finos está ribeteado de pelos alocados a modo de barba.

– Me llamo Abú Damar -se presenta doctamente-. Es mi apodo. Soy de fiar. Jalil me envía para recogerte.

Me abraza al estilo muyahid.

Lo sigo por un barrio efervescente donde las aceras están ocultas bajo los escombros. La zona ha debido de ser evacuada hace poco por las tropas israelíes porque la calzada conserva la mordedura de los vehículos oruga como un ajusticiado las señales aún frescas de su calvario. Una piara de mocosos nos adelanta al galope y se adentra vociferando por una callejuela.

Mi guía va demasiado deprisa para mí y de cuando en cuando se ve obligado a detenerse para esperarme.

– Éste no es el camino -le señalo.

– Está anocheciendo -me explica-. Algunos sectores están prohibidos de noche. Para evitar errores. En Yenín somos muy disciplinados. Observamos las reglas al dedillo. Si no fuera así, no aguantaríamos.

Me mira de frente y añade:

– Mientras estés conmigo, no corres ningún riesgo. Éste es mi sector. Dentro de un año o dos yo mandaré aquí.

Llegamos a un oscuro callejón sin salida. Una silueta armada monta guardia ante un portillo. El chico me empuja hacia ella.

– Es nuestro doctor -dice, orgulloso por el cumplimiento de su misión.

– Muy bien, chico -contesta el centinela-. Ahora vuelve a tu casa y olvídanos.

El chico queda un tanto desconcertado por el tono perentorio del centinela. Nos saluda y se pierde precipitadamente en la oscuridad.

El hombre me pide que lo siga hasta un patio donde dos milicianos bruñen sus armas a la luz de una antorcha. Un hombre alto vestido con chaqueta de paracaidista se halla en el umbral de una sala atestada de literas y de sacos de dormir. Es el jefe. Tiene la cara moteada de manchas y los ojos incandescentes, y no parece encantado de verme.

– ¿Conque quieres vengarte, doctor? -me lanza a quemarropa.

Aturdido, tardo un instante en recuperar el sentido.

– ¿Qué?

– Has oído perfectamente -replica metiéndome en una habitación oculta-. Te manda el Shin Beth para que des una patada al hormiguero y salgamos de nuestros agujeros mientras nos esperan con sus cohetes.

– No es cierto.

– Cierra el pico -me amenaza lanzándome contra una pared-. Llevamos una buena temporada vigilándote. Tu estancia en Belén fue sonada. ¿Qué pretendes exactamente, acabar degollado en un arroyo o ahorcado en una plaza?

De repente, aquel hombre me produce un terror negro.

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