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– No es un cinco estrellas -me dice el hombre con chaqueta de paracaidista-, pero el servicio es impecable. No intentes pasarte de listo porque no tienes posibilidad de huir de aquí. Si por mí fuera, ya estarías oliendo mal. Desgraciadamente, tengo superiores, y éstos no comparten siempre mis estados de ánimo.

El corazón casi se me detiene cuando cierra la puerta tras él.

Me abrazo a mis rodillas y me quedo quieto.

Me vienen a buscar al día siguiente. Esposado, la cabeza metida en una bolsa y amordazado, me veo de nuevo en el maletero de un coche. Tras un largo trayecto plagado de baches, me echan al suelo. Me ponen de rodillas y me retiran la bolsa. Lo primero que me encuentro delante es un pedrusco manchado con grumos de sangre y acribillado con muescas de balas. Aquí, la muerte apesta. Han debido de ejecutar a bastante gente. Alguien me pone un cañón de fusil en la sien. «Sé que ignoras dónde se encuentra la Qaâba -me dice-, pero nunca está de más una oración.» El escozor del metal me corroe de pies a cabeza. No tengo miedo, aunque tiemblo tanto que los dientes me castañetean. Cierro los ojos, recojo los retazos de dignidad que me quedan y espero que acaben conmigo… El chisporroteo de un walkie-talkie me salva in extremis; ordenan a mis verdugos que aplacen su sucio trabajo y que me devuelvan al lugar de detención.

De nuevo la oscuridad, salvo que esta vez estoy solo en el mundo, sin sombra protectora ni recuerdos, excepto ese nauseabundo terror en las tripas y la huella del cañón contra mi sien.

Vuelven a sacarme al día siguiente. Al final del paseo, el mismo pedrusco manchado, la misma escenificación, el mismo chisporroteo de walkie-talkie. Me doy cuenta de que se trata de un vulgar simulacro de ejecución para que me hunda.

Luego dejan de molestarme.

Seis días con sus noches encerrado en una ratonera pestilente, acosado por pulgas y cucarachas, alimentándome de sopa fría y limándome las vértebras sobre un camastro duro como una lápida sepulcral.

Esperaba interrogatorios duros, sesiones de tortura o cosas de ese tipo, pero nada de eso. Adolescentes enardecidos, con sus metralletas en ristre como si fueran trofeos, se encargan de mi vigilancia. Sólo una vez me traen de comer, sin dirigirme la palabra, ignorándome olímpicamente.

Al séptimo día, me hace una visita un jefe bien escoltado. Es un joven de unos treinta años, más bien endeble, con el rostro afilado y quemado por un lado y ojos de un blanco dudoso. Viste un traje de faena deslavazado y lleva el kalashnikov en bandolera.

Espera que me levante, me pone un revólver en la mano y retrocede dos pasos.

– Está cargado, doctor, mátame.

Dejo la pistola sobre el suelo.

– Mátame, estás en tu derecho. Luego podrás regresar a tu casa y pasar página definitivamente. Aquí nadie te va a tocar un solo pelo.

Se acerca y me vuelve a poner el revólver en la mano.

Me niego a cogerlo.

– ¿Objetor de conciencia? -me pregunta.

– Cirujano -contesto.

Se encoge de hombros, coloca el revólver bajo su cinturón y me confía:

– No sé si lo he conseguido, doctor, pero he querido que vivieras física y mentalmente el odio que nos corroe. He pedido un informe detallado sobre ti. Dicen que eres un hombre honrado, un humanista que no tiene motivos para querer perjudicar a nadie. Así pues, me resultaba difícil hacerme entender sin bajarte de tu pedestal social y arrastrarte por el fango. Ahora que has rozado con la punta de los dedos las asquerosidades de las que tu éxito profesional te eximía, tengo alguna posibilidad de que me entiendas. La vida me ha enseñado que se puede vivir de amor y agua pura, de migajas y de promesas, pero que nunca se recupera uno del todo de las afrentas. Y sólo he vivido afrentas desde que nací. De día y de noche, afrentas durante toda la vida.

Amaga un gesto con la mano. Un miliciano suelta una bolsa a mis pies.

– Te he traído ropa nueva. La he pagado de mi bolsillo.

No sé qué pretende.

– Eres libre, doctor. Querías ver a Adel; pues te está esperando fuera, en un coche. Tu tío abuelo desea recibirte en casa del patriarca. Si no te apetece, no pasa nada. Le diremos que tenías otros compromisos. Te hemos preparado un baño y una buena comida, si te parece bien.

Me mantengo sobre aviso, sin moverme.

El jefe se agacha, abre la bolsa y, para demostrarme su buena fe, me enseña la ropa y un par de zapatos.

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