– El tío de Sihem. El que quería romperte la cabeza con un pico, en Kafr Kanna.
– ¡Ah, el chalado!
– Está perfectamente cuerdo. Sabe muy bien lo que hace y lo que dice… Os ha visto a ambos andar a hurtadillas.
– ¿Y qué?
– Dice que hay comportamientos que no engañan.
En este preciso instante, me importan un pito las guerras, las buenas causas, el cielo y la tierra, los mártires y sus monumentos. Ya es un milagro que me mantenga de pie. Mi corazón late como un descosido en mi pecho; tengo las tripas encharcadas en el jugo corrosivo de su propia descomposición. Mis palabras se adelantan a mi congoja, salen escupidas del fondo de mi ser como si fueran pavesas incendiarias. Tengo miedo de cada palabra que se me escapa, miedo de que se vuelva contra mí como un bumerán, cargada con algo que me aniquilaría en el acto. Pero la necesidad de saber a qué atenerme puede con todo. Siento que estoy jugando a la ruleta rusa, que mi destino me importa poco, pues ha llegado la hora de la verdad, la definitiva. Me da igual saber a partir de qué momento Sihem cayó en la militancia suicida, si tuve alguna culpa o contribuí de un modo u otro a su ruina. Todo eso ha quedado relegado a un segundo plano. Lo que ante todo quiero saber, lo que para mí es lo más importante del mundo, es si Sihem me engañaba.
Adel acaba adivinando. Se indigna.
– ¿Qué pretendes decirme? -pregunta sofocado-. No, no puede ser… ¿Pero esto qué es?… ¿Estás insinuando que?… ¡No puede ser! ¿Cómo te atreves?
– No tuvo empacho en ocultarme lo que estaba maquinando.
– No es lo mismo.
– Es lo mismo. Cuando se miente, se engaña.
– Ella no te mintió. Te prohíbo…
– ¿Tú te atreves a prohibirme?…
– Sí, te lo prohíbo -grita saltando como un resorte-. No te permitiré que mancilles su memoria. Sihem era una mujer piadosa. Y no se puede engañar al marido sin ofender al Señor. No tiene sentido. Cuando se ha elegido entregar la vida a Dios es porque se ha renunciado a los asuntos terrenales, a todos sin excepción. Sihem era una santa. Un ángel. Me habría condenado con sólo mirarla más de la cuenta.
¡Y lo creo, Dios mío, vaya si lo creo! Sus palabras me libran de mis dudas, de mis sufrimientos, de mí mismo; me las bebo a manos llenas, me impregno de ellas. En mi cielo, los negros nubarrones desaparecen a velocidad de vértigo y dejan el espacio limpio. Una ráfaga de aire se precipita hacia mí y expulsa el hedor interno que me tenía apestado, devuelve a mi sangre un color menos repugnante, más luminoso. ¡Dios mío, estoy
No estoy en condiciones de salir al patio. Es demasiado pronto. Prefiero seguir un rato en la celda, hasta que me recobre, hasta que me ubique dentro de este bombardeo sin fin de revelaciones. Adel se sienta a mi lado. Su brazo vacila un buen rato antes de rodearme el cuello, un gesto que me repugna y me revuelve todo entero, pero que no rechazo. ¿Será remordimiento o compasión? En ambos casos, no es lo que estoy esperando de él. ¿Puedo realmente esperar algo de un hombre como Adel? Me extrañaría. Tenemos una visión radicalmente distinta de lo que debemos esperar unos de otros. Para él, el paraíso está al final de la vida de un hombre; para mí, al alcance de la mano. Para él, Sihem era un ángel. Para mí, era
– ¿Por qué no me dijo nada?