No se atreve a acercarse. No le presto ayuda, no voy a buscarlo. No vaya a imaginarse lo que no es. Tiene que enterarse de que mi herida no tiene cura. Wisam me abre la puerta, espera que me instale y se pone al volante. El coche gira en redondo en el patio, roza casi a Adel, sumido en sus pensamientos, y alcanza la calle. Tengo ganas de ver una vez más esa mirada, de auscultarla, pero no me doy la vuelta. Más abajo, la calzada se ramifica en una multitud de callejuelas. El ruido de la ciudad llega a mis oídos, el gentío me aturde. Echo la cabeza hacia atrás e intento no pensar en nada.
En el hotel, me entregan mi bolsa y me permiten darme un baño. Me afeito y me cambio de ropa, y luego pido a Wisam que me lleve a ver la tierra de mis antepasados. Salimos de Yenín sin dificultad. Los combates se han detenido desde hace cierto tiempo; buena parte de las tropas israelíes se han retirado. Varios equipos de televisión remueven los escombros en busca de un horror rentable. El coche cruza interminables campos antes de alcanzar la carretera andrajosa que conduce a los vergeles del patriarca. Dejo mi mirada correr por las llanuras como si fuera un niño corriendo tras sus sueños. Pero no puedo dejar de pensar en el de Adel, en las sombras que lo entenebrecen. Me ha producido una extraña impresión, un sentimiento ambiguo. Lo veo en el patio machacado por el sol. No es el Adel que conocí, gracioso y generoso; es otro ser, alguien trágico, movido por una lupina ambición que no va más allá de la próxima comida, la próxima presa, la próxima matanza, previa a la nada blanca, virgen, en la que todo queda en suspenso o se puede figurar. Se fuma su cigarrillo como si fuera el último, habla de sí mismo como si hubiera dejado de ser y trasluce en su mirada la penumbra de las cámaras mortuorias. Resulta evidente que Adel ya no tiene nada que ver con la vida. Ha dado irremediablemente la espalda a un mañana al que se niega a sobrevivir como si temiera que lo decepcionara. Se ha adjudicado el estatuto que, en su opinión, mejor cuadra con su perfil: el de mártir. Así quiere acabar, fundido con la causa que defiende. Las estelas ya tienen grabado su nombre, la memoria de los suyos ya está jalonada de sus hazañas. Nada le gusta más que el ruido de la metralla, nada lo enaltece más que estar en el punto de mira de un tirador emboscado. Si no tiene ningún cargo de conciencia, si no se reprocha haber iniciado a Sihem al sacrificio supremo, si la guerra es su única forma de autoestima, es porque está muerto por dentro y sólo necesita que lo entierren para descansar en paz.
Creo que he llegado a mi destino. El recorrido ha sido terrible, pero no tengo la impresión de haber conseguido algo ni obtenido alguna respuesta redentora. Pero al mismo tiempo me siento liberado; me digo que se acabaron mis tormentos y que a partir de ahora nada podrá pillarme desprevenido. Esta dolorosa búsqueda de la verdad ha sido mi particular viaje iniciático. A partir de ahora, probablemente reconsidere las cosas, las cuestione, adopte otra postura, pero no tengo la sensación de que eso me vaya a llevar más allá. Para mí, la única verdad que cuenta es la que algún día me ayudará a recuperarme y a volver con mis pacientes. Porque la única lucha en la que creo y que de verdad se merece que
XVI