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– ¡Y Sharon, que se ande con cuidado,
Soltamos una carcajada.
– Me has quitado el hipo -me confiesa-. ¿Dónde has aprendido esos versículos de Isaías?
– Todo judío de Palestina es un poco árabe y ningún árabe de Israel puede evitar ser un poco judío.
– Estoy totalmente de acuerdo contigo. Entonces, ¿por qué tanto odio en esta consanguinidad?
– Porque no hemos entendido las profecías ni las leyes elementales de la vida.
Asiente con tristeza.
– Entonces, ¿qué podemos hacer? -me pregunta.
– De entrada, demos su libertad a Dios, que es rehén de nuestra mojigatería desde hace demasiado tiempo.
Se acerca un coche desde la granja, dejando una larga polvareda tras sí.
– Vienen a buscarte -me avisa el anciano-. A mí siempre me vienen a buscar en burro.
Le doy la mano, saludo y bajo a la carrera la colina hacia la pista transitable.
Hay un montón de gente en casa del patriarca. Hasta la tía Nayet ha venido. Estaba en casa de su hija en Tubas y ha regresado nada más enterarse de que he vuelto. Sigue intacta a sus noventa años. Segura sobre sus piernas, los ojos vivarachos y el gesto preciso, como siempre. Es la madre de todos nosotros, la esposa más joven y la única viuda del patriarca. Cuando mi madre me regañaba, me bastaba con gritar su nombre para librarme… Llora sobre mi camisa. Otros primos, tíos, sobrinos, sobrinas y parientes esperan con paciencia su turno para abrazarme. Nadie me guarda rencor por haberme ido lejos y por haber tardado en volver. Todos se alegran de verme otra vez, de recuperarme durante el instante que dura un abrazo; todos me perdonan que los haya ignorado durante años, que haya preferido los rascacielos rutilantes a las colinas polvorientas, los grandes bulevares a los senderos de cabras, el relumbrón a la sencillez. Viendo cómo me quiere toda esta gente y no teniendo para ofrecerle más que una sonrisa, me doy cuenta de hasta qué punto me he empobrecido. Al dar la espalda a esta tierra maltratada y amordazada, pensé romper amarras. No quería parecerme a los míos, padecer sus miserias y alimentarme de su estoicismo. Me recuerdo correteando detrás de mi padre, que, con su lienzo a modo de escudo y el pincel a modo de lanza, se empeñaba en acosar quimeras en un país en el que las leyendas entristecen. Cada vez que un marchante negaba con la cabeza, nos anulaba a los dos. Era monstruoso. Mi padre no se rendía, convencido de que acabaría provocando el milagro. Sus fracasos me enfurecían, su perseverancia me fortalecía. Precisamente para no depender de un banal gesto con la cabeza renuncié a los vergeles del abuelo, a mis juegos infantiles, hasta a mi madre. Pensaba que era la única manera de convertir mi destino en epopeya, ya que todas las demás me eran negadas de oficio…
Wisam ha degollado tres corderos para gratificarnos con un
Al cuarto día, la casa del patriarca recobra su quietud. Faten vuelve a hacerse con el control. La tía Nayet y el decano pasan el día en el patio, mirando revolotear los mosquitos en el huerto. Wisam nos pide permiso para regresar a Yenín. Acaba de recibir una llamada. Prepara su bolsa, abraza a los ancianos y a su hermana Faten. Antes de irse, me dice que se alegra de haber podido conocerme
Me alegro de haber hecho escala entre mi gente. Su calor me reconforta, su generosidad me tranquiliza. Me paso los días en la granja, haciendo compañía al decano y a