Omr, decano de la tribu, postrero hálito de una epopeya que meció nuestras veladas de antaño… Omr, mi tío abuelo, el que ha atravesado el siglo como una estrella fugaz, tan rápido que sus deseos jamás han podido alcanzarle… Ahí está, en el patio del patriarca, y me sonríe. Está feliz de volver a verme. Su rostro surcado de arrugas severas se estremece tanto por la emoción que parece el de un crío que viera a su padre tras una larga ausencia. Varias veces
Le beso la mano y me arrodillo a sus pies. Sus dedos afilados me despeinan mientras intenta recuperar aliento para expresarme la felicidad que le produce verme regresar al redil. Pego mi cabeza a su pecho como cuando era un niño mimado y me chivaba ante él lloriqueando cuando me negaban algo.
– Mi doctor -le tiembla la voz-, mi doctor…
Faten, su nieta de treinta y cinco años, está a su lado. No la habría reconocido por la calle. Hace ya tanto tiempo… La perdí de vista cuando era una cría asustadiza, siempre en busca de bronca con sus primos para luego salir pitando como si la persiguiera el diablo. Por las noticias que me llegaban de cuando en cuando, no había tenido suerte. Las malas lenguas la llaman la Viuda Virgen. Sin duda, es una desdichada. Su primer marido murió durante el cortejo nupcial tras el reventón de un neumático; su segundo novio fue muerto durante un tiroteo con una patrulla israelí dos días antes de la boda. Las cotorras sospecharon de inmediato que cargaba con una maldición y dejó de tener pretendientes. Es una mujer fuerte y basta, forjada en las tareas domésticas y en la austeridad de los enclaves. Me da un abrazo y un sonoro beso.
Wisan se hace cargo de mi bolsa y, cuando el anciano consiente en soltarme la mano, me lleva a mi habitación. Me quedo dormido antes de que mi cabeza toque la almohada. Al anochecer acude a despertarme. Faten y él han puesto la mesa bajo el enrejado. No han reparado en gastos. El decano está sentado en una punta de la mesa, encogido en su silla de ruedas, y no deja de mirarme. Se le nota muy feliz. Cenamos los cuatro al aire libre. Wisan nos cuenta historias divertidas del frente hasta bien avanzada la noche. Omr se ríe con los ojos, la barbilla caída. Wisan es un fenómeno; me cuesta creer que un chico tan tímido pueda tener tanta gracia.
Regreso a mi habitación aturdido por sus relatos.
Me levanto muy de mañana, justo cuando la noche recoge sus faldones ante las primeras caricias del día. He dormido como un niño; hasta puede que haya tenido algún bonito sueño, aunque no lo recuerdo. Me encuentro mejor, en forma. Faten ya ha sacado al decano al patio. Lo veo por la ventana, hierático sobre su trono, como un tótem convaleciente. Está esperando que salga el sol. Faten acaba de preparar unas tortas. Me sirve el desayuno en el salón: café con leche, aceitunas y huevos duros, fruta del tiempo y tostadas con mantequilla y miel. Como solo; Wisam sigue en la cama. Faten acude de cuando en cuando para comprobar que no me falta nada. Tras desayunar, me acerco a Omr en el patio. Me aprieta con fuerza la mano cuando me inclino para besarle la frente. Si no habla mucho, es para saborear plenamente cada instante junto a mí. Faten se dirige al gallinero para dar de comer a los pollos. Cada vez que pasa delante de mí me dirige la misma sonrisa. A pesar del duro trabajo en la granja y de la crueldad de su destino, sigue al pie del cañón. Su mirada es árida y sus gestos carentes de gracia, pero su sonrisa conserva una púdica ternura.
– Voy a dar un paseo -digo a Omr-. Vaya uno a saber, lo mismo encuentro el botón de cobre que perdí por aquí hace más de cuarenta años.
Omr ladea la cabeza pero se le olvida soltarme la mano. Sus viejos ojos carcomidos por las tormentas de arena y los infortunios relucen como joyas desgastadas.