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Zeev es un personaje fascinante, un poco loco pero sabio, una especie de santo contestatario que prefiere tomarse las cosas como vienen -mejor a granel que procediendo a seleccionarlas-, como quien toma un tren en marcha con la excusa de que todo descubrimiento contribuye a enriquecer a los condenados a un destino inclemente. Si por él fuera, trocaría su báculo de Moisés por una escoba de bruja y procuraría -haciendo pasar su indigencia por abstinencia y su marginación por ascesis- que sus sortilegios fueran tan terapéuticos como los milagros que promete a los damnificados que vienen a implorar su misericordia. Con él he aprendido mucho sobre la gente y sobre mí mismo. Su humor atenúa el peso de las vicisitudes, su sobriedad mantiene a raya la cara amarga de una realidad que olvida las promesas y mata las esperanzas. Con sólo escucharlo desaparecen mis preocupaciones. Cuando se sumerge en sus teorías torrenciales sobre la furia y las vanidades humanas, no hay quien lo frene; se lo lleva todo por delante, empezando por mí. «La vida de un hombre vale más que un sacrificio, por elevado que sea éste -me confiesa mirándome a los ojos-. Porque la más grande, la más justa, la más noble Causa en este mundo es el derecho a la vida…» Este hombre es una delicia. Le sobra talento para no dejarse desbordar por los acontecimientos y decencia para no ceder ante el asedio de los infortunios. Su imperio es la choza donde vive; su festín, la comida que comparte con los seres que aprecia; su gloria, un simple pensamiento en el recuerdo de quienes van a sobrevivirle.

Conversamos durante horas en lo alto de la colina, sentados sobre piedras, dando la espalda al Muro y mirando obstinadamente hacia los escasos vergeles que conserva el territorio tribal…

La desgracia me vuelve a alcanzar una tarde tras despedirme de él.

Veo en el patio unas mujeres vestidas de negro y, algo apartada, a Faten agarrándose la cabeza con las manos. Los sollozos estoquean los gemidos e inundan la granja de funestos presagios. Algunos hombres, familiares y vecinos, charlan junto al gallinero.

Busco al decano y no lo veo.

¿Se habrá muerto?…

– Está en su habitación -me dice un primo-. Haya está con él. Ha encajado mal la noticia…

– ¿Qué noticia?

– Wisam… Cayó esta mañana en el campo de honor. Cargó su coche de explosivos y se lanzó contra un puesto de control israelí…

Los soldados toman la huerta al amanecer. Desembarcan en vehículos enrejados y rodean la casa del patriarca. Sigue un tráiler con un bulldozer encima. El oficial pregunta por el decano. Como Omr está indispuesto, yo lo represento. El oficial me informa de que, debido a la operación kamikaze perpetrada por Wisam Jaafari contra un puesto de control, y conforme a las órdenes que ha recibido de la superioridad, tenemos media hora para evacuar la casa, pues debe proceder a su destrucción.

– ¿Que van a destruir la casa? -protesto-. ¿Cómo puede ser eso?

– Le quedan veintinueve minutos, señor.

– Ni hablar. No permitiremos que destruyan nuestra casa. ¿Se han vuelto locos? ¿Y dónde va a ir la gente que vive en ella? Hay dos ancianos casi centenarios que intentan vivir lo más dignamente posible el tiempo que les queda. No tienen derecho… Ésta es la casa del patriarca, el referente más importante de la tribu. Lárguense de aquí ahora mismo.

– Veintiocho minutos, señor.

– Nos quedaremos dentro. No nos moveremos de aquí.

– Eso no es problema mío -dice el oficial-. Mi bulldozer es ciego. Cuando se arranca, lo arrasa todo. Quedan avisados.

– Ven -me dice Faten agarrándome del brazo-. Esa gente no tiene más corazón que su máquina. Salvemos lo que podamos y salgamos de aquí.

– Pero van a destruir la casa -exclamo.

– ¿Qué es una casa cuando se ha perdido un país? -suspira.

Unos soldados bajan el vehículo del tráiler. Otros mantienen a raya al vecindario que empieza a acudir. Faten ayuda al decano a acomodarse en su silla de ruedas y lo pone a resguardo en el patio. Nayet no quiere llevarse nada con ella. Dice que esos objetos pertenecen a la casa. Antiguamente se enterraba a los señores con sus bienes. Esta casa se merece conservar los suyos. Es una memoria que se apaga con sus sueños y sus recuerdos.

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