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Un coche se detiene chirriando delante de la mezquita. Salen dos milicianos agitando su walkie-talkie. Parece que algo va mal. Uno de los recién llegados señala febrilmente el cielo. Los demás se consultan antes de ir a buscar a un responsable, que resulta ser mi carcelero, el de la chaqueta de paracaidista. Escruta el cielo con unos prismáticos durante unos minutos. La gente se alborota alrededor de la mezquita. Hay milicianos corriendo por todas partes. Tres pasan jadeando delante de mí. «Si no hay helicóptero es que se trata de un misil», supone uno de ellos. Los veo desaparecer a la carrera. Otro coche frena en seco delante de la mezquita. Sus ocupantes gritan algo al de la chaqueta de paracaidista, dan marcha atrás con un zumbido inquietante y enfilan hacia la plaza. Se interrumpe la prédica. Alguien agarra el micro y pide a los fieles que mantengan la calma, pues podría tratarse de una falsa alarma. Aparecen dos todoterrenos. Algunos fieles empiezan a evacuar la mezquita. Me doy cuenta de que me tapan la vista del ala reservada a las mujeres. No puedo volver a rodear la manzana sin arriesgarme a que Faten se me escape si sale por la puerta trasera. Decido pasar delante de la puerta principal, entre la muchedumbre, para llegar directamente al sector de las mujeres… «Apártense, por favor», grita un miliciano. «Dejen pasar al jeque…» Los fieles se dan codazos para ver de cerca al jeque y tocar su kamis. Un movimiento de masas me alza por encima del barullo cuando el imán aparece en el umbral de la mezquita. Intento sin éxito librarme de los cuerpos en trance que me están aplastando. El jeque se mete en su vehículo y agita una mano tras el cristal blindado mientras sus dos guardaespaldas se sientan a cada lado de él… Y nada más. Algo desgarra el cielo y resplandece en medio de la calzada como si fuera un rayo; su onda expansiva me alcanza de lleno, desarticulando al grupo cuyo frenesí me tenía cautivo. En una fracción de segundo el cielo se viene abajo y la calle, hasta ahora henchida de fervor, queda completamente patas arriba. El cuerpo de un hombre, o un chico, se cruza ante mi aturdimiento como un flash oscuro. ¿Qué está pasando?… Una avalancha de polvo y fuego me succiona bruscamente y me catapulta entre mil proyectiles. Tengo la vaga sensación de estar deshilachándome, disolviéndome en la onda expansiva… A pocos metros, el vehículo del jeque está ardiendo. Dos espectros ensangrentados intentan sacar al jeque de esa hoguera. Arrancan con sus propias manos trozos de carrocería incandescente, rompen los cristales, se ensañan con las puertas. No consigo levantarme… Percibo una sirena de ambulancia… Alguien se inclina sobre mí, ausculta brevemente mis heridas y se aleja sin darse la vuelta. Lo veo agacharse ante un amasijo de carne carbonizada, tomarle el pulso y luego hacer una señal a los camilleros. Otro hombre me toma el pulso y deja caer mi mano… «Éste está listo…» En la ambulancia que me lleva, mi madre me sonríe. Quiero alcanzar su rostro con la mano pero mi cuerpo no obedece. Siento frío, dolor y pena. La ambulancia se adentra aullando en el patio de un hospital. Unos camilleros abren las puertas, me levantan y me dejan en un pasillo, directamente sobre el suelo. Unas enfermeras pasan por encima de mí corriendo en todas direcciones. Las camillas con ruedas ejecutan un ballet vertiginoso con su carga de heridos y de horror. Espero con paciencia mi turno. No entiendo por qué nadie se ocupa de mí. Se detienen, me miran y se van. No es lo normal. Hay otros cuerpos alineados a mi lado. En torno a algunos se concentran familiares, y lloran a grito pelado unas mujeres. Otros son irreconocibles, no hay manera de identificarlos. Un anciano se arrodilla ante mí. Evoca el nombre del Señor, posa su mano sobre mi rostro y me cierra los párpados. Todas las luces y ruidos del mundo desaparecen de improviso. Un miedo absoluto se apodera de mí. ¿Por qué me ha cerrado los ojos?… Lo entiendo al no conseguir reabrirlos. Así que todo acabó, he dejado de ser…

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