La mezquita rebosa de gente. Cordones de milicianos protegen el santuario. Tomo posición en la esquina de la calle y vigilo el ala reservada a las mujeres. Las rezagadas se apresuran en llegar a la sala de oraciones por una puerta trasera de la mezquita, unas envueltas en ropajes negros y otras cubiertas con velos de colores vivos. No veo a Faten. Doy un rodeo por una manzana de viviendas para acercarme a la puerta donde una gorda monta guardia. Se escandaliza al verme en una parte del santuario por la que ni siquiera los milicianos, por pudor, se atreven a aparecer.
– Usted por el lado de los hombres -me suelta.
– Ya lo sé, hermana, pero necesito hablar con mi sobrina, Faten Jaafari. Es urgente.
– El jeque ya está en el almimbar.
– Lo siento, hermana, tengo que hablar con mi sobrina.
– ¿Y cómo la voy a localizar? -se irrita-. Hay cientos de mujeres en el interior, y el jeque va a iniciar su predica. No pensará que le voy a quitar el micro. Vuelva después de la oración.
– ¿La conoce usted, hermana, sabe si ha entrado?
– ¿Cómo? ¿Ni siquiera está seguro de que esté dentro y viene a marearme en un momento como éste? Váyase o llamo a los milicianos.
No tengo más remedio que esperar el final de la prédica.
Regreso a mi esquina en el recodo de la calle para no perder de vista la mezquita y el ala reservada a las mujeres. La voz cautivadora del imán Marwan resuena por el altavoz, soberana en medio del silencio sideral que envuelve el barrio. Es prácticamente el mismo discurso que escuché en el taxi clandestino que tomé en Belén. Se oye de cuando en cuando una ovación entusiasta que corea las evocaciones líricas del orador…