Читаем El Atentado полностью

Me hunde el cañón de su pistola en el costado y me obliga a arrodillarme. Un miliciano que no he visto al entrar me esposa las manos tras la espalda, sin ninguna brutalidad, como si se tratara de un ejercicio. Estoy tan sorprendido por el cariz que van tomando las cosas y la facilidad con que he caído en la trampa que me cuesta creer lo que me está ocurriendo.

El hombre se acuclilla para verme de cerca:

– Última parada, doctor. Hay que apearse. No debiste apretar tanto, porque aquí no tenemos paciencia con los cabrones y no consentimos que nos jodan la existencia.

– He venido a ver a Jalil. Es mi primo.

– Jalil se largó nada más enterarse de tu visita. No está loco. ¿Acaso no te percatas del follón que montaste en Belén? Por tu culpa, el imán de la Gran Mezquita ha tenido que mudarse. Nos hemos visto obligados a anular todas las operaciones allí hasta que comprobemos si nuestras redes han sido localizadas. Ignoro por qué Abú Mukaúm aceptó recibirte, pero fue una mala iniciativa. Él también se ha mudado después de eso. ¿Y ahora vienes a Yenín a seguir montándola?

– No me están manipulando.

– ¿No me digas?… Te detienen tras el atentado cometido por tu mujer y te sueltan tres días después; dejan que te marches sin más, sin denuncia ni juicio. Por poco te piden perdón por las molestias. ¿Por qué? ¿Por tu cara bonita? Bueno, dan ganas de creerlo, pero es que jamás ha ocurrido nada semejante. Jamás el Shin Beth ha soltado a un rehén sin que éste haya vendido previamente su alma al diablo.

– Se equivoca usted…

Me agarra por las mandíbulas y aprieta para que mantenga la boca abierta.

– El señor doctor está enfadado con nosotros. Su mujer ha muerto por nuestra culpa. Estaba tan a gusto en su jaula de oro, ¿no es así? Comía bien, dormía bien, lo pasaba bien. Lo tenía todo. Y mira por dónde una pandilla de tarados la arranca de su felicidad para mandarla -¿cómo decías?- al matadero. El señor doctor vive junto a una guerra pero no quiere oír hablar de ella. Y opina que tampoco su mujer tenía por qué preocuparse… Pues bien, el señor doctor se equivoca.

– Me soltaron porque no tuve nada que ver con el atentado. Nadie me ha reclutado. Sólo quiero entender lo que ha ocurrido. Por eso busco a Adel.

– Pues es fácil entenderlo. Estamos en guerra. Unos han tomado las armas y otros se rascan la barriga. Otros incluso hacen su agosto en nombre de la Causa. Así es la vida; nada que objetar mientras nadie saque los pies del tiesto. Las cosas se complican cuando aquellos que se lo montan bien van a sermonear a aquellos que están con la mierda al cuello… Tu mujer eligió su bando. La felicidad que le ofrecías olía a podrido. Le producía repugnancia, ¿entiendes? No la quería. No soportaba seguir calentándose al sol mientras su pueblo reventaba bajo el yugo sionista. ¿Hay que dibujártelo para que lo entiendas o es que te niegas a encarar la realidad?

Se yergue, temblando de rabia, me empuja con la rodilla contra la pared, sale y me encierra con llave.

Unas horas después, amordazado y con los ojos vendados, me introducen en el maletero de un coche. Creo que ha llegado mi hora. Van a llevarme a un descampado y ejecutarme. Lo que más me molesta es la docilidad con que me dejo llevar. Hasta un cordero habría opuesto más resistencia. Al cerrarse sobre mí, la tapa del maletero acaba con la escasa autoestima que me quedaba al tiempo que me sustrae al resto del mundo. Todo este camino recorrido, una carrera tan estupenda, para acabar en el maletero de un coche como un vulgar petate. ¿Cómo he podido caer tan bajo? ¿Cómo puedo tolerar que me traten así sin mover siquiera un dedo? Un sentimiento de rabia y de impotencia me remite a un pasado lejano. Recuerdo una mañana en que, llevándome en carreta a que me viera un sacamuelas, el abuelo se salió de una rodada y atropelló a un mulero. Éste se levantó y empezó a insultarlo brutalmente. Esperaba que al patriarca le entrara una de esas iras homéricas que hacían temblar a los recalcitrantes de la tribu, y cuál fue mi pesar cuando vi que mi centauro, el ser que reverenciaba hasta confundirlo con una divinidad, se limitaba a deshacerse en excusas y a recoger su kefia, que el otro le arrancaba de las manos y la tiraba al suelo. Me sentí tan triste que hasta la caries dejó de dolerme. Tenía siete u ocho años. No quería admitir que el abuelo aceptase que lo humillasen de tal modo. Indignado e impotente, me encogía ante cada grito del mulero. No podía dejar de mirar a mi ídolo achicándose, del mismo modo que un capitán mira cómo su barco se hunde… He sentido exactamente la misma pena cuando la tapa del maletero me ha eclipsado. Me da tanta vergüenza estar pasando por tamañas ofensas sin rechistar que hasta la suerte que me espera me resulta indiferente. Ya no soy nada.

<p>XV</p>

Me encierran en un sótano opaco, sin tragaluz ni luz eléctrica.

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