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Jalil, Yamil y yo somos primos. No conozco bien al primero, que me lleva diez años, pero Yamil y yo nos tratamos mucho en la adolescencia. Últimamente no nos vemos tanto por la incompatibilidad de nuestras profesiones, yo cirujano en Tel Aviv y él transportista en Ramala; pero cuando estaba de paso por mi zona, no dejaba de hacernos una visita. Es un buen padre de familia, afectuoso y desinteresado. Me tiene aprecio y conserva de nuestra vieja complicidad un indefectible afecto. Cuando le anuncié que llegaba, pidió de inmediato un permiso a su jefe para estar conmigo. Sabe lo de Sihem. Yaser le contó mi agitada estancia en Belén y sus sospechas de que pudiese estar siendo manipulado por los servicios secretos israelíes. Yamil no le hizo el menor caso. Me amenazó con retirarme el saludo si me alojaba en cualquier casa que no fuera la suya.

Pasé dos noches en Ramala por culpa de mi coche, que un mecánico no ha conseguido reparar. Yamil tuvo que pedir el suyo a otro primo con la promesa de devolvérselo antes del anochecer. Esperaba poder dejarme en casa de su hermano Jalil y regresar de inmediato.

– ¿Hay un hotel? -pregunto al vecino.

– Claro, pero con tantos periodistas está todo lleno. Si quieren esperar a Jalil en mi casa, no me molesta. Siempre hay una cama disponible en casa del buen creyente.

– Gracias -le digo-, nos las arreglaremos.

Encontramos una habitación libre en una especie de hostal, no lejos de la casa de Jalil. El recepcionista me ruega que pague por adelantado antes de acompañarme al segundo piso para enseñarme un cuchitril con una cama desvencijada, una mesilla de noche rudimentaria y una silla metálica. Me señala el aseo al final del pasillo, una salida de emergencia por si las moscas y me abandona a mi suerte. Yamil se ha quedado en el vestíbulo. Dejo mi bolsa sobre la silla y abro la ventana, que da al centro de la ciudad. Muy lejos, pandillas de chavales lapidan tanques israelíes antes de dispersarse bajo los disparos de los soldados; las bombas lacrimógenas esparcen su humo blanquecino en las callejuelas polvorientas; se forma un corro alrededor de un cuerpo que acaba de caer fulminado… Cierro la ventana y regreso junto a Yamil en la planta baja. Dos periodistas desaliñados duermen en un sofá, con su equipo desplegado alrededor. El recepcionista nos informa de que hay un pequeño bar al fondo a la derecha, por si queremos picar algo o beber. Yamil me pide permiso para regresar a Ramala.

– Volveré a pasar por casa de Jalil y para dejarle al vecino la dirección del hotel; así podrá avisarte cuando regrese mi hermano.

– Perfecto. No salgo del hotel. Además, no veo por dónde se puede estirar las piernas aquí.

– Tienes razón, quédate tranquilamente en tu habitación hasta que vengan a buscarte. Jalil volverá seguramente hoy, o mañana a más tardar. Nunca deja la casa vacía.

Me da un abrazo.

– No cometas imprudencias, Amín.

Cuando Yamil se va, me meto en el bar a fumarme unos cuantos pitillos con un café. Llegan unos adolescentes armados, con un pañuelo verde ceñido a la cabeza y chaleco antibalas. Se sientan en un rincón y tras ellos acude un equipo de la televisión francesa. El miliciano más joven me explica que se trata de una entrevista y me invita amablemente a largarme.

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