– Hay uno que no es malo, pero no sé si estará disponible ahora mismo. Empezaré mañana. Hoy he currado mucho y estoy reventado. He venido sólo para hacerte el presupuesto. ¿Vale?
Miro mi reloj.
– Mañana, de acuerdo.
El cristalero se toma el café, guarda el cuadernillo en una cartera colgada de una vieja correa y se va. Temía que sacara a relucir el tema del atentado, pues sabía a las claras quién estaba detrás. Pero no fue así. Se limitó a apuntar lo que tenía que hacer. Me pareció admirable.
Me ducho y voy al centro de la ciudad. Un taxi me lleva hasta el garaje donde dejé mi coche antes de ir a Jerusalén. Una vez al volante, me dirijo hacia el paseo marítimo. El excesivo tráfico me obliga a dejar el coche en un aparcamiento frente al Mediterráneo. Parejas y familias pasean tranquilamente por las explanadas. Ceno en un restaurante discreto, me tomo unas cuantas cervezas en un bar al final de la misma calle y camino por la arena de la playa hasta bien avanzada la noche. El sonido del oleaje me insufla una especie de plenitud. Regreso a casa algo ebrio pero con la cabeza libre de bastante escoria.
Me quedo frito en el sillón, entre dos caladas de cigarrillo, vestido y con los zapatos puestos. Me despierto sobresaltado por el golpe de una ventana. Me percato de que estoy encharcado de sudor. Creo que he tenido una pesadilla, pero no recuerdo qué. Me levanto titubeando. Tengo el corazón en un puño, y los escalofríos me laceran la espalda. ¿Quién anda ahí?, me oigo gritar. Doy la luz en el vestíbulo, en la cocina, en las habitaciones, acechando el menor ruido… ¿Quién anda ahí? Una contraventana de la planta alta está abierta, con la cortina inflada por el viento. No hay nadie en el balcón. Cierro y regreso al salón. Pero la presencia sigue ahí, difusa y cercana. Mis escalofríos se acentúan. Se trata sin duda de Sihem, o de su fantasma, o de ambos que regresan… Sihem… El espacio se va llenando de ella. Al cabo de unas cuantas palpitaciones, la casa está repleta y yo sólo cuento con una minúscula bolsa de aire para no ahogarme. Todo vuelve a ser parte del ama de casa: las lámparas, las cómodas, las cortinas, las consolas, los colores… Ella había elegido los cuadros, y también los había colgado. La veo retroceder unos pasos, un dedo apoyado en la barbilla, y ladear repetidamente la cabeza hasta asegurarse de que el cuadro está perfectamente recto. Sihem era muy detallista. No dejaba nada al azar, y podía pensarse durante horas dónde colgar un cuadro o situar el pliegue de una cortina. De la sala de estar a la cocina, de habitación en habitación, tengo la sensación de estar siguiendo su rastro. Los recuerdos se cruzan con escenas casi reales. Sihem está reclinada sobre el sofá de cuero. En otro lugar, se aplica delicadamente capas de esmalte rosa en las uñas. Cada rincón conserva un retazo de su sombra, cada espejo un destello de su imagen, cada estremecimiento habla de ella. Me basta con tender la mano para recoger una sonrisa, un suspiro, una voluta de su perfume… Quiero que me des una hija, le decía en los albores de nuestro amor… ¿Morena o rubia?, me preguntaba sonrojándose… La quiero sana y guapa. Me importa poco el color de sus ojos y de su pelo. Quiero que tenga tu mirada y tus hoyuelos para ser clavada a ti cuando sonría… Llego al salón del primer piso, revestido de terciopelo granate, con visillos lechosos y dos imponentes sillones en el centro de una preciosa alfombra persa, junto a una mesa de vidrio y cromo. Una enorme biblioteca de cerezo salvaje cubre una pared de punta a punta, repleta de libros y de objetos traídos de países lejanos. Esta sala era nuestra torre de marfil, sólo suya y mía; aquí no entraba nadie. Era nuestro rincón, nuestro exilio dorado, donde comulgábamos con nuestros silencios y reciclábamos nuestros sentidos, embotados por el tráfago cotidiano. Cogíamos un libro o poníamos música, y todo cambiaba por ensalmo. Nos daba igual leer a Kafka que a Jalil Gibrán y escuchábamos con idéntico placer a Um Kalsum y a Pavarotti… De repente, se me eriza todo el cuerpo. Noto su aliento en mi nuca, denso, caliente, jadeante, seguro de encontrármela de frente al volverme, de sorprenderla de pie en medio del tumultuoso ballet de sus ondulaciones, espléndida, con esos ojos tan grandes, más guapa que en mis sueños más enloquecidos…
No me doy la vuelta.
Salgo del salón de espaldas y no me detengo hasta que su aliento se pierde en el aire. Regreso a mi habitación, enciendo todas las luces para conjurar las penumbras, me desvisto, fumo un último pitillo, me tomo dos calmantes y me meto en la cama.
No apago.
Al día siguiente, me sorprendo acechando el amanecer en el salón de arriba, con la cara pegada al cristal. ¿Cómo he regresado a este lugar fantasmagórico, consciente o sonámbulo? Ni idea.