Kim tenía razón; debí entregar la carta a Naveed; le habría sacado más partido que yo. Tampoco estaba equivocada cuando me puso en guardia contra mí mismo, pues yo era lo más inverosímil de todo esto. He tardado en darme cuenta. He tenido la inmensa suerte de haber salido entero de ésta; desde luego, con el rabo entre las piernas, y no del todo indemne, pero al menos de pie. El recuerdo de este fracaso, tenaz como la mala conciencia y cruel como una broma de mal gusto, me va a perseguir durante mucho tiempo. ¿Qué he conseguido, a fin de cuentas? Me he limitado a darle vueltas a una ilusión, como una polilla alrededor de un cabo de vela, más obsesionada por las tentaciones de su curiosidad que fascinada por la mortal luz del cirio. La trampilla que estaba empeñado en abrir no me ha entregado ninguno de sus secretos, pero me ha echado a la cara su hedor a humedad y sus telarañas.
Ya no necesito ir más allá.
Ahora que he visto con mis propios ojos cómo son los caudillos y los hacedores de mártires, mis demonios han aflojado su presa. Ya he dado bastante la nota: regreso a Tel Aviv.
Kim se siente aliviada. Conduce en silencio, con las manos agarradas al volante como para asegurarse de que no está alucinando, de que me trae de veras de vuelta a casa. Desde esta mañana, evita abrir la boca por temor a meter la pata y verme cambiar otra vez de opinión. Se levantó antes del amanecer y lo empaquetó todo en silencio para despertarme cuando casi todas nuestras cosas estuviesen dentro del coche y la casa limpia.
Salimos de los barrios judíos con las anteojeras puestas. Nada de mirar a diestra y siniestra, ni de entretenerse con nada; cualquier descuido lo puede echar todo a perder. Kim sólo tiene ojos para la calzada que discurre ante ella, derecha hacia la salida. Ya libre de la angustia de la noche, el día se anuncia radiante. Un cielo inmaculado se despereza lentamente, aún adormilado tras un merecido sueño. A la ciudad parece costarle saltar de la cama. Algunos madrugadores emergen de las penumbras, furtivos, con los ojos entumecidos por los sueños abortados. Rozan las paredes como sombras chinescas. Suena algún ruido aquí y allá, una cortina metálica que alguien levanta, un coche que arranca. Un autocar renquea ruidosamente al llegar a su estación. En Jerusalén, la gente, por superstición, se muestra muy prudente por la mañana: se cree que lo primero que se hace y dice al levantarse determina el resto del día.
Kim aprovecha la fluidez del tráfico para conducir muy velozmente. No se da cuenta de lo nerviosa que está. Parece que quiere correr más rápido que mis cambios de humor, que teme que me dé la ventolera y decida regresar a Belén.
Sólo se relaja cuando las últimas casas de la ciudad desaparecen por el retrovisor.
– No tenemos prisa -le digo.