– Otros no han tenido tanta suerte como tú -me confía con un toque de arrogancia-. Pasamos por momentos en que nada se puede dejar al azar. El menor descuido puede dar al traste con todo.
Se recoge el bajo del
– Tu pena me llega al alma, hermano Amín. Dios es testigo de que sufro tanto como tú.
– Eso lo dudo. Son cosas que no se comparten con la misma intensidad.
– Yo también he perdido a los míos.
– Yo no los he llorado tanto como tú.
Aprieta los labios.
– Ya veo…
– Ésta no es una visita de cortesía -le digo.
– Ya lo sé… ¿Qué puedo hacer por ti?
– Mi esposa ha muerto. Pero antes de volarse en medio de una pandilla de escolares vino a esta ciudad a encontrarse con su gurú. Me cabrea mucho que haya preferido a unos integristas antes que a mí -añado, incapaz de contener la rabia que me invade como una marea oscura-. Y me cabrea el doble no haberme olido nada. Confieso que me cabrea mucho más esto último que lo demás. ¡Islamista, mi mujer! ¡Y desde cuándo, vamos a ver! Eso sigue sin entrarme en la cabeza. Era una mujer de hoy. Le gustaba viajar y nadar, tomarse una granizada de limón en la terraza de las heladerías, y estaba demasiado orgullosa de su pelo para ocultarlo bajo un velo… ¿Qué le habéis contado para convertirla en un monstruo, una terrorista, una integrista suicida, a ella que no podía oír llorar a un cachorro?
Está decepcionado. Su estrategia de encanto, que debió de ensayar durante horas antes de recibirme, parece no dar resultado. No esperaba mi reacción y había contado, mediante el montaje rocambolesco de mi rapto consentido para traerme hasta aquí, con impresionarme hasta ponerme en situación de inferioridad. Ni siquiera sé de dónde me viene esa insolencia agresiva que hace que me tiemblen las manos sin que se me resquebraje la voz y que me lata el corazón sin que flaqueen las rodillas. Atrapado entre la precariedad de mi situación y la rabia que me producen la altivez y el disfraz de mal gusto de mi huésped, opto por la temeridad. Necesito demostrar a las claras a ese tiranuelo de opereta que no le tengo miedo, decirle en plena cara la repugnancia y la hiel que los energúmenos de su especie segregan en mí.
El comendador se tritura una y otra vez los dedos sin saber por dónde empezar:
– No aprecio la brutalidad de tus reproches, hermano Amín -acaba suspirándome-. Pero lo achaco a tu pena.
– Puedes achacarlo a lo que te apetezca.
Su rostro se inflama.
– Nada de groserías, te lo ruego. No lo soporto. Y menos en boca de un eminente cirujano. He aceptado recibirte por un solo motivo: explicarte de una vez por todas que no te sirve de nada montar el número en nuestra ciudad. Aquí no hay nada para ti. Querías entrevistarte con un responsable de nuestro movimiento. Pues ya está. Ahora regresa a Tel Aviv y pon una cruz a esta entrevista. Otra cosa: no conocí personalmente a tu mujer. No actuaba bajo nuestra bandera, pero hemos apreciado su gesto.
Me mira con ojos incandescentes.
– Una última observación, doctor. De tanto querer parecerte a tus hermanos de adopción estás perdiendo el discernimiento de los tuyos. Un islamista es un militante político. Su única ambición es instaurar un Estado teocrático en su país y gozar plenamente de su soberanía y de su independencia… Un integrista es un yihadista radical. No cree en la soberanía de los Estados musulmanes ni en su autonomía. Para él son Estados vasallos destinados a disolverse en un solo califato. Porque el integrista sueña con una
Me mira fijamente para comprobar si he asimilado su discurso; luego, sumido en la contemplación de sus uñas inmaculadas, prosigue:
– No he conocido a tu esposa, y lo lamento. Tu mujer se merecía que le besaran los pies. Lo que nos ha ofrecido con su sacrificio nos conforta y nos instruye. Entiendo que te sientas engañado. Es porque aún no has entendido el alcance de su acción. Por ahora, tu amor propio de esposo se sigue doliendo. Un día acabará cediendo y verás más claro y más allá. Que tu esposa no te dijera nada acerca de su lucha no significa que te traicionara. No tenía nada que decirte, ni cuentas que rendir a nadie que no sea Dios… No te pido que la perdones -¿y de qué sirve el perdón de un marido cuando se goza de la gracia de Dios?-; te pido que pases página. El culebrón sigue.
– Quiero saber por qué -digo tontamente.
– ¿Por qué qué? Es su propia historia, una historia que no te concierne.
– Yo era su esposo.
– Y ella no lo ignoraba. Si no quiso contarte nada, sus razones tendría. Con esa actitud te descalificaba.