Muy temprano por la mañana, aprovecho que Kim está durmiendo para salir de puntillas y tomo un taxi hacia Belén. La Gran Mezquita está casi vacía. Un fiel está ordenando libros en unos estantes y no le da tiempo a retenerme. Cruzo a la carrera la sala de oración, levanto la cortina tras el almimbar y me meto en un cuartucho donde un joven vestido con un
– Esto no es un corral.
– Lo siento, pero es la única manera de poder acercarse a usted.
– Eso no es motivo.
– Necesito hablar con usted.
– ¿De qué?
– Soy el doctor…
– Ya sé quién es usted. He sido yo quien ha pedido que lo mantengan alejado de la mezquita. No veo qué pretende encontrar en Belén y no creo que su presencia entre nosotros sea una buena idea.
Coloca el Corán sobre un minúsculo atril que tiene a su lado y se levanta. Es bajo y ascético, pero su ser exhala una energía y una determinación inquebrantables.
Sus ojos profundamente negros caen con todo su peso sobre los míos.
– No es bienvenido aquí, doctor Jaafari. Además, no tiene derecho a entrar en este santuario sin abluciones y sin descalzarse -añade limpiándose las comisuras con un dedo-. Si ha perdido la cabeza, conserve al menos una apariencia de educación. Esto es un lugar de culto. Y sabemos que es usted un creyente recalcitrante, casi un renegado, que no sigue el camino de sus antepasados ni se amolda a sus principios, y que lleva mucho tiempo insolidarizado con su Causa al haber elegido otra nacionalidad… ¿Acaso me equivoco?
Ante mi silencio, esboza una mueca de desdén y sentencia:
– Por consiguiente, no veo de qué podemos discutir.
– ¡De mi mujer!
– ¡Ha muerto! -me replica con sequedad.
– Todavía no le he guardado luto.
– Es su problema, doctor.
La aridez de su tono y sus maneras expeditivas me desconciertan. No consigo creer que un hombre presuntamente cercano a Dios pueda estar tan alejado de los hombres y ser tan insensible a su dolor.
– No me gusta su manera de hablarme.
– Hay muchas cosas que a usted no le gustan, doctor, y no creo que eso le dispense de nada. Ignoro quién se ha hecho cargo de su educación, pero lo que es seguro es que no ha sido una buena escuela. Por otro lado, nada le permite adoptar ese tono de indignación ni a sentirse por encima de los demás, ni su éxito social ni la valentía de su esposa que, dicho sea de paso, no contribuye a que le estimemos más. Para mí, no es más que un pobre desgraciado, un miserable huérfano sin fe y sin salvación que, como un sonámbulo, va a la deriva a plena luz del día. Ni aunque caminase sobre el agua quedaría limpio de la afrenta que encarna. Pues el verdadero bastardo no es el que no conoce a su padre, sino el que no conoce sus referencias. De todas las ovejas negras, es la más patética y la que menos se merece que la lloren.
Me mira con descaro, dispuesto a morder:
– Ahora, váyase. Trae usted el mal de ojo a nuestra morada.
– Le prohíbo…
– ¡Fuera!
Tiende el brazo hacia la cortina, cortante como una espada.
– Otra cosa, doctor: entre integrarse y desintegrarse, el margen de maniobra es tan estrecho que el menor tropiezo puede echarlo todo a perder.
– ¡Es usted un iluminado!
– Ilustrado -precisa.
– Se cree investido de una misión divina.
– Todo valiente lo está. De no ser así, sólo sería vanidoso, egoísta e injusto.
Da una palmada. El discípulo, que por supuesto estaba escuchando tras la cortina, entra y me vuelve a agarrar por el hombro. Lo repelo con rabia y miro al imán.
– No me iré de Belén sin haberme entrevistado con un responsable de su movimiento.
– Haga el favor de irse de mi casa -me dice el imán recogiendo su libro del atril.
Se vuelve a sentar sobre el cojín y me ignora completamente.
Kim me llama al móvil. Le ha sentado muy mal mi manera de desaparecer. Para compensarla, consiento en que me recoja en Belén y la cito en una gasolinera a la entrada de la ciudad. Luego vamos a casa de mi hermana de leche, que no se ha recuperado de su última recaída.
Convencido de que los hombres del imán acabarán manifestándose, nos quedamos cuidando de Leila. Yaser llega un poco después. Ve a Kim junto a su mujer y no intenta enterarse de si se trata de una amiga o de un médico de urgencias. Nos retiramos a una habitación para hablar. Para impedirme que le estropee lo que queda de día, me cuenta el peligro que corre su molino, las deudas que no paran de crecer, el chantaje de sus acreedores. Lo escucho hasta que se queda sin aliento. Le cuento entonces mi expeditiva entrevista con el imán. Se limita a menear la barbilla a la vez que una arruga profunda le surca la frente. Elude por prudencia hacer algún comentario, pero la actitud del imán hacia mí le inquieta visiblemente.