A la llamada del muecín, salgo a la calle y me dirijo por tercera vez a la mezquita. Los guardianes del templo no me esperan en su guarida; se adelantan y me detienen a una manzana de la casa de Yaser. Son cinco, dos hacen guardia al final de la callejuela mientras los otros tres me meten a empellones en un portal.
– No juegues con fuego, doctor -me dice un hombre alto aplastándome contra la pared.
Forcejeo para que me suelte, pero sus músculos hercúleos no ceden. Sus ojos centellean tremendamente en la incipiente oscuridad.
– Tu número no hace gracia a nadie, doctor.
– Mi mujer vio al jeque Marwan en la Gran Mezquita. Por eso quiero ver al imán.
– Te han mentido. No te queremos por aquí.
– ¿Por qué molesto?
Mi pregunta le hace gracia y lo enerva a la vez. Se inclina sobre mi hombro y me dice al oído:
– Estás armando un follón de mierda en la ciudad.
– Controla tu jerga -le ordena el bajito de pómulos saltones y la frente llena de cortes que antes habló conmigo en la mezquita-. No estamos en una pocilga.
El patán se traga la chulería y da un paso atrás. Se mantiene apartado y callado tras la bronca.
El bajito me explica con tono conciliador:
– Doctor Amín Jaafari, estoy convencido de que no se da cuenta de las molestias que su presencia está ocasionando en Belén. La gente se ha vuelto muy susceptible. Si aún no se han enfadado, es porque no quieren responder a las provocaciones. Los israelíes buscan el menor pretexto para profanar nuestra integridad y obligarnos a vivir en guetos. Lo sabemos e intentamos no cometer el error que andan esperando. Y usted les está haciendo el juego…
Me mira fijamente a los ojos.
– No tenemos nada que ver con su mujer.
– Sin embargo…
– Se lo ruego, doctor Jaafari. Compréndame.
– Mi mujer se ha visto en esta ciudad con el jeque Marwan.
– Es efectivamente lo que se cuenta, pero no es verdad. Hace lustros que el jeque Marwan no viene por aquí. Esos rumores no tienen otro objeto que protegerlo de las emboscadas. Cada vez que va a intervenir en alguna parte, se hace correr la voz de que está en Jaifa, Belén, Yenín, Gaza, Nuseiret, Ramala, aquí y allá a la vez, para despistar y proteger sus movimientos. Los servicios israelíes van tras él. Tienen desplegado un contingente de informadores para dar la alarma en cuanto sale a la calle. Hace dos años, escapó milagrosamente a un misil lanzado desde un helicóptero. Hemos perdido así a muchas figuras sobresalientes de nuestra lucha. Recuerde el atentado contra el jeque Yacín, a pesar de ser un anciano en silla de ruedas. Tenemos que proteger a los escasos líderes que nos quedan, doctor Jaafari. Y su conducta no nos ayuda…
Me pone una mano en el hombro y prosigue:
– Su mujer es una mártir. Le estaremos eternamente agradecidos, pero eso no le autoriza a hacer un escándalo de su sacrificio ni a poner en peligro a nadie. Nosotros respetamos su dolor, así que respete usted nuestra lucha.
– Quiero saber…
– Es demasiado pronto, doctor Jaafari -me corta perentoriamente-. Le ruego que regrese a Tel Aviv.
Hace una señal a sus hombres para que se vayan.
Ya solos él y yo, me coge el cuello con ambas manos, se pone de puntillas, me besa vorazmente en la frente y se va sin darse la vuelta.
XI
Kim corre hacia la puerta cuando oye el timbre. Me abre a la carrera, sin preguntar quién es.
– ¡Dios santo! -exclama-. ¿Dónde te has metido?
Se asegura de que estoy entero, de que ni mi ropa ni mi cara llevan señales de violencia, y me enseña sus dedos:
– ¡Bravo! Gracias a ti he vuelto a mi antigua costumbre de comerme las uñas.
– No encontré taxi en Belén y, por miedo a los controles policiales, ningún clandestino se ha ofrecido a llevarme.
– Podías haberme llamado. Habría ido a buscarte.
– No habrías sabido llegar. Belén es un laberinto. Al anochecer hay una especie de toque de queda. No sabía dónde citarte.
– Bueno -dice apartándose para dejarme pasar-, estás entero: algo es algo.
Ha instalado una mesa en la galería y la ha preparado para la cena.
– He hecho algunas compras durante tu ausencia. Espero que no hayas cenado, pues te he preparado un pequeño festín.
– Estoy muerto de hambre.
– Gran noticia -dice.
– He sudado mucho hoy.
– Ya me lo imagino… El cuarto de baño está listo.
Voy a mi habitación en busca de la bolsa de aseo.
Me quedo unos veinte minutos bajo el chorro ardiente de la ducha, las manos apoyadas en la pared, la espalda encorvada y la barbilla pegada al cuello. El chorreo del agua por mi piel me relaja. Siento cómo se me relajan los músculos y el aliento. Kim me alcanza un albornoz tras la cortina. Su excesivo pudor me hace gracia. Me seco en una toalla grande, me froto con fuerza brazos y piernas, me pongo el albornoz demasiado ancho de Benjamin y me dirijo a la galería.
Apenas estamos sentados, llaman a la puerta. Kim y yo nos miramos, intrigados.
– ¿Esperas a alguien? -le pregunto.
– No que yo sepa -contesta yendo hacia la puerta.
Un hombre grande con kipá y camiseta casi empuja a Kim para entrar. Echa una rápida ojeada por encima de su cabeza, me mira y dice: