Yaser me da pena. Desamparado, con el cuello hundido en su asquerosa chaqueta como si el cielo le fuera a caer sobre la cabeza, finge estar concentrado en la calzada para no tener que afrontar mi mirada. Está claro que ando desencaminado. Yaser no es un tipo con quien se pueda contar en caso de percance, ni menos aún que se pueda asociar a los preparativos de una matanza. Con sesenta años cumplidos, no es más que un guiñapo con los ojos carcomidos y la boca deshecha, capaz de morírseme entre las manos con sólo ponerle cara de enfado. Si dice que no sabe nada del atentado, es que no sabe. Yaser jamás se arriesga. No recuerdo haberlo visto protestar o remangarse para darse de hostias con alguien. Se le da mucho mejor esconderse en su cascarón y esperar que las cosas se vayan arreglando antes que manifestar la menor protesta. Su pavor atávico a la policía y su sumisión ciega a la autoridad del Estado lo han convertido en la mínima expresión de la supervivencia, esto es, pringar como un condenado para llegar a fin de mes y tomarse cada trozo de pan haciéndole un corte de manga a la mala suerte. Y, viéndolo así encogido sobre el volante, con el cuello agarrotado y la cabeza gacha, de entrada culpable por haberse cruzado en mi camino, me doy cuenta claramente de la insensatez de mi empresa. ¿Pero cómo apagar esta brasa que me está perforando las tripas? ¿Cómo mirarme al espejo sin taparme la cara, con el amor propio por los suelos y esa duda que, a pesar de la evidencia, sigue burlándose de mi pena? Desde que el capitán Moshe me entregó a mi propia suerte, no puedo cerrar los ojos sin toparme con la sonrisa de Sihem. Era tan tierna y tan solícita, y parecía no beber sino en la fuente de mis labios cuando, abrazándola por la cintura, de pie en nuestro jardín, le contaba el porvenir que nos esperaba, los proyectos que tenía para ella… Todavía siento sus dedos apretando los míos con un entusiasmo y una convicción aparentemente indefectibles. Estaba obsesionada con un futuro prometedor y tomaba el relevo cada vez que mi entusiasmo flaqueaba. Éramos tan felices y confiábamos tanto el uno en el otro… Un embrujo ha eclipsado el monumento que estaba construyendo a su alrededor, como si fuese un castillo de arena bajo una ola. ¿Cómo seguir creyendo tras haber apostado la totalidad de mis certidumbres por un juramento tradicionalmente sagrado y que ha resultado ser menos fiable que la promesa de un sacamuelas? He venido a Belén a provocar al diablo porque no tengo respuesta, y lo he hecho en plan suicida porque estoy inconsolable y desnudo.
Yaser me explica que debe dejar su camioneta en un garaje, pues por la callejuela que lleva a su casa no pueden pasar coches. Se alegra de poder por fin decirme algo sin meter la pata. Le doy el visto bueno. Asiente con la cabeza y acelera al meterse por una calle ancha atestada de gente, como si acabara de librarse de un enorme peso. Atravesamos un barrio caótico y desembocamos en una explanada polvorienta donde un hombre se aplica a la tarea de espantar las moscas de su puesto de pinchitos. El garaje hace esquina con un callejón destartalado, frente a un patio cubierto de cascos de botellas y de cajas de bebidas reventadas. Yaser da un par de bocinazos y esperamos largos minutos antes de oír ruido de pestillos. Una gran puerta corredera de un azul mortificante se desliza rechinando. Yaser maniobra para orientar el morro de su vehículo hacia una especie de cobertizo y se cuela hábilmente entre el armazón de una grúa enana y un todoterreno desfigurado. Un guarda desaliñado y cano nos saluda con gesto cansado, cierra el portalón y sigue a lo suyo.
– Antes era un almacén abandonado -me informa Yaser para cambiar de tema-. Mi hijo Adel lo compró por una bicoca. Quería montar un taller de mecánica, pero nuestra gente es tan apañada y se preocupa tan poco de su coche que el proyecto no tardó en venirse abajo. Adel perdió mucho dinero en este negocio. Mientras le sale otra oportunidad, ha convertido esto en aparcamiento para los vecinos.
Hay media docena de coches aparcados. Algunos están fuera de servicio, con las ruedas reventadas y los parabrisas rotos. Me fijo en un cochazo en un rincón apartado, fuera del alcance del sol. Es un modelo antiguo de Mercedes de color crema medio cubierto por una lona.
– Es de Adel -dice con orgullo Yaser, que ha seguido la dirección de mi mirada.
– ¿Cuándo lo compró?
– No recuerdo.
– ¿Por qué está calzado, es de colección?
– No, pero cuando Adel no está aquí, nadie lo coge.
Oigo un choque de voces dentro de mi cabeza. Primero la del capitán Moshe -
– ¿Dónde está Adel?