– Catástrofe -la ayudo-. Porque lo es, y de las gordas. Precisamente estoy aquí para enterarme. No conocía las intenciones de Sihem. Francamente, ni siquiera las sospechaba. Y su trágica desaparición me ha destrozado.
– ¿No quieres sentarte?
– No… Dime, ¿cómo estaba antes de cometer el acto?
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Cómo estaba? ¿Era consciente de lo que iba a hacer? ¿Estaba normal o se le notaba algo raro?…
– No la vi.
– Estaba en Belén el viernes 27, víspera del atentado.
– Lo sé, pero no se quedó mucho tiempo. Yo estaba en casa de mi hija mayor para la circuncisión de su hijo. Me enteré del atentado en el coche que me traía de vuelta a casa…
De pronto, se lleva la mano a la boca como para evitar añadir más.
– ¡Dios mío, qué tonterías digo!
Me pregunta, alarmada:
– ¿Por qué has venido a Belén?
– Ya te lo he dicho.
Se sujeta la frente con el índice y el pulgar y se tambalea. La agarro por la cintura para que no se caiga y la ayudo a sentarse sobre un banco acolchado que hay tras ella.
– Amín, hermano, creo que no estoy autorizada a hablar de esta historia. Te juro que ignoro de qué va exactamente. Si Yaser se entera de que me he ido de la lengua, me la corta. Me ha sorprendido tu llegada y he dicho cosas que no me corresponde decir. ¿Me comprendes, Amín?
– Por mí no se enterará. Pero necesito saber qué pintaba mi mujer por aquí, para quién…
– ¿Te manda la policía?
– Te recuerdo que Sihem era mi esposa.
Leila está trastornada. Se siente culpable.
– Yo no estaba aquí, Amín. Es la pura verdad. Puedes comprobarlo. Estaba en casa de mi hija mayor para la circuncisión de su hijo. Estaban tus tías y tus primas, y parientes que debes de conocer. El viernes yo no estaba en casa.
Viendo que le entra el pánico, la tranquilizo.
– No pasa nada, Leila. Soy yo, tu hermano, no traigo arma ni esposas. Sabes perfectamente que no quiero que te preocupes. Tampoco he venido a traeros problemas, a ti y a tu familia… ¿Dónde puedo encontrar a Yaser?
Leila me suplica que no hable a su marido de nuestra conversación. Se lo prometo. Me da la dirección del molino donde trabaja y me acompaña hasta la calle para despedirme.
Busco allí mismo un taxi, pero no aparece ninguno. Al cabo de media hora, justo cuando estoy a punto de llamar a Kim, un clandestino me propone llevarme adonde quiera por unos cuantos shekels. Es un joven bastante fuerte de ojos risueños y una original barba de chivo. Me abre la puerta con teatral obsequiosidad y casi me empuja dentro de un cacharro destartalado con asientos leprosos.
Damos la vuelta a la plaza, tomamos una carretera plagada de baches y salimos del pueblo. Tras zigzaguear por entre un tráfico desbocado, conseguimos deslizarnos a campo a través y llegar hasta una pista en las alturas.
– ¿Tú no eres de aquí, verdad? -me pregunta el chófer.
– No.
– ¿Familia o negocios?
– Ambas cosas.
– Vienes de lejos.
– No sé.
El conductor menea la cabeza.
– No te gusta mucho la conversación -me dice.
– Hoy no.
– Ya veo.
Seguimos durante unos cuantos kilómetros por la pista polvorienta sin cruzarnos con nadie. El sol cae a plomo sobre los cerros pedregosos que parecen ocultarse unos tras otros para espiarnos.
– Yo no puedo funcionar con un esparadrapo en la boca -añade el conductor-. Si no hablo, reviento.
Me callo.
Carraspea y prosigue:
– Jamás he visto manos tan limpias y cuidadas como las tuyas. ¿No serás médico? Sólo los médicos tienen manos tan impecables.
Miro hacia las huertas que se extienden hasta perderse la vista.
Molesto por mi silencio, el chófer suspira, rebusca en su guantera y saca una cinta que introduce de inmediato en el radiocasete.
– Escucha esto, amigo -exclama-. Quien no ha oído predicar al jeque Marwan se ha perdido media vida.
Gira el botón para subir el volumen. Suena una algarabía dentro de la cabina, pautada por gritos de éxtasis y ovaciones. Alguien, probablemente el orador, golpea el micro con el dedo para aplacar el clamor. Éste va decreciendo, persiste en algunos puntos, y por fin un silencio atento acoge la límpida voz del imán Marwan.