Читаем El Atentado полностью

Cruzamos Jerusalén como si estuviésemos soñando despiertos. Hace unos doce años que no piso la ciudad. Su frenético bullicio y sus tienduchas repletas de gente resucitan en mi memoria recuerdos arrinconados. Por mi mente fulguran imágenes de afilada blancura que revolotean entre los olores de la ciudad vieja. En esta ciudad milenaria vi a mi madre por última vez. Vino para estar junto a su hermano moribundo, cuyo entierro reunió a toda la tribu. Algunos vinieron de países tan lejanos que los ancianos los confundían con el limbo. Mi madre no sobrevivió mucho tiempo a la pérdida del que era su auténtica razón de ser, siendo mi padre un marido negligente y yo un hijo requisado por mis años de internado y mis prolongadas peregrinaciones.

La casa de Benjamin se encuentra en la periferia de la ciudad judía, entre otros edificios achaparrados de paredes calcinadas por el sol. Da la espalda a la ciudad mítica y se abre a las huertas que se extienden por las colinas rocosas. El lugar es discreto, apartado del mundo y de sus desafueros, y sólo lo altera el griterío de los mocosos que, curiosamente, no se ven por ninguna parte. Kim encuentra la llave bajo la tercera maceta en la entrada del patio, como le había indicado su hermano en Tel Aviv. La vivienda es pequeña y baja, con una galería que da a un patio pequeño y sombreado con celo materno por una parra avariciosa. Una fuente de bronce con cabeza de león domina una acequia invadida por la zarza, junto a un banco de hierro forjado pintado de verde. Kim elige para mí una habitación adjunta a un despacho atestado de libros y de manuscritos. Hay una cama de campaña con un colchón de dudoso aspecto, una mesa de formica y un taburete. Una alfombra desgastada hasta la urdimbre se empeña en camuflar las resquebrajaduras de un suelo antediluviano. Suelto mi mochila sobre la cama y espero que Kim salga del cuarto de baño para comunicarle mis intenciones.

– Descansa primero.

– No estoy cansado. Es mediodía, una hora buena para encontrarme con alguien en casa de mi hermana de leche. No vale la pena que vengas conmigo, cogeré un taxi.

– Tengo que acompañarte.

– Por favor, Kim. Si tengo problemas, te llamaré al móvil y te diré dónde puedes recogerme. No creo que los vaya a tener hoy; sólo voy a visitar a mis parientes y a tantear el terreno.

Kim refunfuña antes de dejarme ir.

Belén ha cambiado mucho desde mi última estancia, hace más de una década. Ha crecido con las cohortes de refugiados que han huido de sus tierras convertidas en campos de tiro y se hacinan en chabolas hechas de bloques de cemento sin pintar y enfrentadas como si fueran barricadas, la mayoría inacabadas, con techos de chapa y erizadas de chatarra, con ventanucos inquietantes y entradas grotescas. Parece un inmenso centro de reagrupamiento donde todos los parias del mundo se han dado cita para forzar una absolución cuyas condiciones son una incógnita.

Apoyados sobre sus bastones, la kefia ceñida a la cabeza y la chaqueta abierta sobre un chaleco ajado, unos vejetes famélicos sueñan despiertos sentados en el umbral de sus casas, unos sobre taburetes, otros sobre un escalón. Parecen no atender más que a sus recuerdos, mirando a lo lejos, inexpugnables en su mutismo, para nada alterados por el jaleo que arman los chiquillos peleándose a voz en grito a su alrededor.

He tenido que preguntar varias veces antes de que un chico me lleve a un caserón de muros decrépitos. Espera amablemente que le entregue unas monedas para salir corriendo. Llamo a una vieja puerta de madera carcomida y pongo la oreja. Unas zapatillas se arrastran, luego suena un pestillo y me abre una mujer de rostro descompuesto. Tardo una eternidad en reconocerla: es Leila, mi hermana de leche. Tiene algo más de cuarenta y cinco años, pero aparenta sesenta, con su pelo blanco, los rasgos marchitos y aspecto de moribunda.

Me mira a la cara, como si estuviese en las nubes.

– Soy Amín -le digo.

– ¡Dios mío! -se sobresalta, repentinamente espabilada.

Nos abrazamos efusivamente. Al apretarla contra mí, percibo sus sollozos subir en cadena desde su pecho y propagarse por su endeble cuerpo en una multitud de vibraciones. Se echa hacia atrás para verme entero, con la cara arrasada de lágrimas, recita un versículo coránico en señal de gratitud y vuelve a hundir su cabeza bajo mis brazos.

– Ven -me dice-. Llegas a punto para almorzar.

– Gracias, no tengo hambre. ¿Estás sola?

– Sí. Yaser llega al atardecer.

– ¿Y los niños?

– Han crecido, ¿sabes? Las niñas están casadas, y Adel y Mahmud ya vuelan con sus propias alas.

Se hace un silencio y Leila agacha la cabeza.

– Debe de ser duro -me dice con voz ahogada.

– Es lo peor que le puede ocurrir a un hombre -le confieso.

– Me imagino… He pensado mucho en ti desde el atentado. Sé lo sensible y frágil que eres, y me preguntaba cómo un ser tan sensible iba a poder superar tamaña… tamaña…

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