Читаем El Atentado полностью

– ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? Te recuerdo que se trata de terroristas. Esa gente no se anda con chiquitas. Eres un cirujano, no un madero. Eso es asunto de la policía. Dispone de medios apropiados y de personal cualificado para llevar a cabo esas investigaciones. Si quieres saber lo que le ha ocurrido a tu mujer, habla con Naveed y cuéntale lo de la carta.

– Es un asunto personal.

– ¡Y una leche! Han muerto diecisiete personas y hay decenas de heridos. Éste no es para nada un asunto personal. Se trata de un atentado suicida, y su tratamiento compete exclusivamente a la policía. En mi opinión, estás disparatando, Amín. Si de verdad quieres ser útil, entrega la carta a Naveed. Puede que sea el cabo que la policía está esperando para poner en marcha su maquinaria.

– ¡Ni hablar! No quiero que nadie se meta en mis asuntos. Quiero ir a Belén, y solo. No necesito a nadie. Conozco a gente allí. Acabaré provocando indiscreciones y obligando a algunos a soltar prenda.

– ¿Y luego?

– ¿Luego qué?

– Supongamos que consigues que algunos suelten prenda; ¿cuál es el plan, echarles una bronca o reclamarles daños y perjuicios? Por favor, seamos serios. Detrás de Sihem tiene que haber una red, una logística y todo un entramado. Nadie se hace volar en un espacio público por una cabezonada. Eso es el desenlace de un prolongado lavado de cerebro, de una minuciosa preparación psicológica y material. Antes de actuar se toman enormes medidas de seguridad. Los cabecillas necesitan proteger su base y despistar. Sólo eligen a su kamikaze cuando están absolutamente seguros de su determinación y fiabilidad. Ahora, imagínate apareciendo en su vida y husmeando alrededor de sus guaridas. ¿Crees que van a estar esperando tranquilamente que llegues hasta ellos? Te liquidarán tan pronto que ni siquiera te dará tiempo de comprender lo estúpida que era tu iniciativa. Te juro que me aterra imaginarte rondando ese nido de víboras.

Me agarra las manos y me hace daño en la muñeca.

– No es una buena idea, Amín.

– Quizá, pero no pienso en otra cosa desde que recibí la carta.

– Lo entiendo, pero eso no es para ti.

– No te molestes, Kim. Sabes lo testarudo que soy.

Alza los brazos para rebajar la tensión.

– Bueno… Dejemos el debate para esta noche. Espero que para entonces hayas recuperado el juicio.

Me invita a cenar en un restaurante de la playa. Cenamos en la terraza, con el rostro azotado por la brisa. El mar está algo revuelto y su rumor tiene algo de sentencioso. Kim intuye que no me hará cambiar de opinión. Picotea de su plato como un pajarillo cansado.

El lugar es agradable. Lo lleva un emigrante francés y está decorado a la buena de Dios, con larguísimos ventanales, sillas acolchadas de cuero burdeos y mesas con salvamanteles bordados. Un imponente cirio se consume dentro de una gran copa de cristal. No hay mucha gente, pero las parejas parecen clientela habitual. Sus gestos son refinados y hablan en voz baja. El anfitrión es un hombrecillo endeble y vivo, vestido de punta en blanco y exquisitamente cortés. Él mismo nos ha recomendado el primer plato y el vino. Seguro que Kim tuvo algún motivo para traerme a este restaurante, pero parece que se le ha olvidado.

– Cualquiera diría que te divierte jugar con mi nivel de glucemia -suspira soltando su servilleta como quien arroja la toalla.

– Ponte en mi lugar, Kim. No se trata sólo del acto de Sihem. También estoy yo. Si mi mujer se ha matado, eso demuestra que no he sabido inculcarle el amor a la vida. Seguro que parte de la responsabilidad es mía.

Intenta protestar; levanto la mano para rogarle que no me interrumpa.

– Es la verdad, Kim. Cuando el río suena, agua lleva. Por supuesto que es culpa suya, pero endosársela no me aliviará la conciencia.

– No tienes ninguna culpa.

– Sí. Era su marido, y mi deber era cuidarla y protegerla. Seguro que intentó llamar mi atención sobre el mar de fondo que amenazaba con arrastrarla. Me juego lo que sea a que intentó hacerme una señal. ¿Dónde estaba yo, por Dios, cuando quiso salir de todo esto?

– ¿Cómo sabes que intentó salir de todo esto?

– ¡Pues claro! Nadie busca su perdición como quien va a una fiesta. Inevitablemente, cuando se está a punto de dar el paso, la duda se apodera de uno. Y ése es el instante que no he sabido descubrir. Probablemente, Sihem estaba deseando que la despertara, pero yo estaba pensando en otras cosas, y eso no me lo perdonaré jamás.

Enciendo rápidamente un pitillo.

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