– No me hace ninguna gracia preocuparte -le digo tras un largo silencio-. He perdido afición a las bromas. Desde aquella maldita carta no dejo de pensar en esa señal que no supe descodificar a tiempo y que aún hoy sigue siendo un misterio. Quiero encontrarla, ¿me entiendes? Es necesario. No tengo elección. Desde aquella carta no paro de remover los recuerdos para encontrarla. Ya esté durmiendo o despierto, no pienso en otra cosa. He pasado revista a los momentos más fuertes, a las palabras más ambiguas, a los gestos más imprecisos, y nada. Y esa nada me vuelve loco. No puedes imaginarte hasta qué punto me tortura, Kim. No puedo seguir así, persiguiéndola y a la vez padeciéndola…
Kim no sabe qué hacer con sus pequeñas manos.
– Quizá no necesitara hacerte una señal.
– Imposible. Ella me quería. No podía ignorarme hasta el punto de no comunicarme nada.
– No dependía de ella. No era la misma mujer, Amín. No podía permitirse un error. Hacerte partícipe de su secreto habría ofendido a los dioses y puesto en peligro su compromiso. Esto es como una secta, no puede filtrarse nada. Ese imperativo es la clave de la salvación de la cofradía.
– Sí, pero era asunto de muerte, Kim. Sihem tenía que morir. Era consciente de lo que eso significaba para ella y para mí. Era demasiado digna para escaquearse de una manera tan falsa. Me hizo una señal, no tengo la menor duda.
– ¿Y eso habría cambiado algo?
– ¡Quién sabe!
Doy varias caladas a mi cigarrillo, como para impedir que se apague. Se me forma un cuajaron en la garganta al hablar:
– Hay que ver lo desgraciado que soy.
Kim vacila pero aguanta.
Aplasto la colilla en el cenicero.
– Mi padre decía:
– Por favor, Amín…
No le hago caso y prosigo:
– No resulta nada fácil para un hombre todavía conmocionado -¡y menuda conmoción!- saber cuándo acaba el luto y empieza la viudez, pero hay fronteras que hay que cruzar si se quiere seguir adelante. ¿Adónde? Lo ignoro, pero en cambio sé que no puede uno quedarse ahí lamentándose por su suerte.
Para mi asombro, le agarro las manos y las encierro en las mías. Tengo la impresión de haber atrapado un par de gorriones tullidos. Mi apretón es tan delicado que los hombros de Kim se contraen; sus ojos relucen con un lagrimeo púdico, que intenta disimular con una sonrisa que jamás he visto en ninguna mujer desde que aprendí a tratarlas.
– Tendré mucho cuidado -le prometo-. No tengo intención de vengarme ni de desmantelar la red. Sólo quiero comprender por qué la mujer de mi vida me ha excluido de la suya, por qué la que yo amaba con locura ha sido más sensible a las prédicas ajenas que a mis poemas.
La lágrima de mi ángel de la guarda se desprende de las pestañas que ya no pueden contenerla y cae rodando sobre su pómulo. Sorprendida y confusa, Kim trata de enjugársela cuando mi dedo se adelanta y la recoge justo cuando está a punto de alcanzar la comisura del labio.
– Eres una persona maravillosa, Kim.
– Ya lo sé -dice soltando una carcajada a medio camino del sollozo.
Le vuelvo a coger las manos y las aprieto con fuerza.
– No necesito decirte que sin ti no lo habría podido soportar.
– Esta noche no, Amín… Quizá otro día.
Le tiemblan los labios al sonreír tristemente. Sus ojos centellean al apoyarse en los míos para librarse de la emoción. La miro profundamente sin darme cuenta de que le estoy retorciendo los dedos.
– Gracias -le digo.
IX
Kim se ha empeñado en acompañarme a Belén. Ha sido su condición para consentir en dejarme correr unos riesgos tan flagrantes. Quiere estar a mi lado, aunque sólo sea como chófer, dice. Mi muñeca no se ha recuperado del todo y me sigue costando levantar una bolsa o llevar el volante.
He hecho lo posible por disuadirla, pero no ha habido manera de convencerla.
Me ha propuesto que nos instalemos, de entrada, en una vivienda que su hermano Benjamin ha comprado en Jerusalén; y luego, una vez allí, que decidamos sobre la marcha, según nos vayan las cosas. Yo quería salir de inmediato, pero me ha rogado que la deje operar a un paciente antes de pedirle una semana libre a Ezra Benhaím. Ezra ha tratado de averiguar las razones de esa marcha precipitada. Kim le ha dicho que necesita descansar y él no ha insistido.
Al día siguiente de la operación, metemos nuestras mochilas en el maletero del Nissan, pasamos por mi casa para recoger algunos efectos personales y fotos recientes de Sihem y nos ponemos rumbo a Jerusalén.
Nos detenemos una única vez para comer algo en un bar de carretera. Hace buen tiempo y la densidad del tráfico recuerda el trasiego estival.