– ¿Al matadero?… -se sobresalta como si acabara de recibir un picotazo.
– O al hoyo, como prefieras…
– No me gustan esas expresiones.
– De acuerdo. Te vuelvo a formular la pregunta: ¿Cómo se puede estar orgulloso cuando se envía a morir a la gente para que otra viva libre y feliz?
Levanta las manos a la altura del pecho para rogarme que baje el tono, por la cercana presencia de los dos adolescentes, y me hace una señal para que lo siga tras la camioneta. Camina febrilmente y dando tropiezos.
Lo acoso:
– Y además, ¿por qué?
– ¿Por qué qué?
Su miedo, su miseria, su ropa mugrienta, su rostro mal afeitado y sus ojos legañosos van aumentando mi cólera, una cólera brutal. Vibro de pies a cabeza.
– ¿Por qué? -refunfuño, vejado por mis propias palabras-. ¿Por qué sacrificar a unos para hacer felices a otros? Normalmente, son los mejores, los más valientes, quienes eligen dar su vida para salvar a quienes se esconden en su agujero. ¿Entonces por qué alentar el sacrificio de los justos y permitir que los menos justos les sobrevivan? ¿No te parece que esto es echar a perder la especie humana? ¿Qué va a quedar de ella, dentro de unas cuantas generaciones, si son siempre los mejores los que tienen que sucumbir para que los cobardes, los farsantes, los charlatanes y los cabrones sigan proliferando como ratas?
– ¡Amín, ahí ya no te entiendo! Las cosas han ocurrido siempre así desde la noche de los tiempos. Unos mueren para salvar a otros. ¿No crees en la salvación de los demás?
– No cuando condena la mía. Y habéis jodido mi vida, destrozado mi hogar, echado a perder mi carrera y convertido en polvo todo lo que he levantado piedra a piedra con el sudor de mi frente. De la noche a la mañana, mis sueños se han venido abajo como un castillo de naipes. Todo lo que tenía al alcance de la mano se ha evaporado… convertido en aire… Lo he perdido
– Creo que te estás equivocando de interlocutor. Yo no tengo nada que ver con esta historia. No estaba al tanto de las intenciones de Sihem. Jamás se me ocurrió pensar que fuera capaz de algo así.
– Me has dicho que estabas orgulloso de ella.
– ¿Y qué quieres que te diga? Ignoraba que no estuvieses al tanto.
– ¿Crees que la habría animado a montar semejante numerito si hubiese atisbado el menor indicio de sus intenciones?
– Me siento realmente confuso, Amín. Perdóname si he…, si he…; bueno, ya no entiendo nada. No sé qué decir…
– En tal caso, cállate. Así al menos no dirás tonterías.
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