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– ¡Pamplinas! Tenía obligaciones conmigo. Una no se escaquea así como así de su marido. Por lo menos, de mí no. Jamás le falté. Y ella también acaba de joder mi vida, no sólo la suya. Mi vida y la de diecisiete personas que no conocía de nada. ¿Y me preguntas por qué quiero saber? Pues lo quiero saber todo, toda la verdad.

– ¿Qué verdad, la tuya o la suya? ¿La de una mujer que supo ver dónde estaba su deber o la de un hombre que cree que basta con apartar la vista de un problema para que desaparezca? ¿Qué verdad quieres conocer, doctor Amín Jaafari? ¿La del árabe que cree que por tener pasaporte israelí se ha quitado el muerto de encima? ¿La del moro domesticado modélico al que rinden honores por cualquier cosa y al que invitan a recepciones de postín para que la gente compruebe lo tolerante y atento que es uno? ¿La de alguien que cree que por cambiar de chaqueta también cambia de pellejo como si fuera un mutante? ¿Es ésa la verdad que buscas o es la que rehúyes?… ¿Pero en qué planeta vive usted, señor mío? Estamos en un mundo que se despedaza a sí mismo todos los días de Dios. Nos pasamos la noche recogiendo a nuestros muertos y la mañana enterrándolos. Nuestra patria es repetidamente violada, nuestros hijos desconocen la palabra colegio, nuestras hijas han dejado de soñar desde que sus príncipes encantados prefieren la Intifada , nuestras ciudades caen bajo las apisonadoras y nuestros santos patronos no dan pie con bola. Y tú, como te encuentras tan a gusto en tu jaula dorada, te niegas a reconocer nuestro infierno. Al fin y al cabo, estás en tu derecho. Cada uno maneja su vida como quiere… Pero te suplico que no te quejes de aquellos que, asqueados por tu impasibilidad y tu egoísmo, no vacilan en dar su vida para que despiertes… Tu mujer ha muerto para redimirte, señor Jaafari.

– ¡Menuda redención! Tú sí que la necesitas -lo tuteo a mi vez-. ¿Te atreves a hablarme de egoísmo, a mí que he sido desposeído de lo que más quiero en el mundo?… ¿Te atreves a embriagarme con leyendas de valor y dignidad cuando tú estás aquí tan tranquilo, mandando a mujeres y niños al matadero? Desengáñate, vivimos en el mismo planeta, hermano, pero no estamos en el mismo bando. Tú has elegido matar y yo salvar. Lo que para ti es un enemigo es para mí un paciente. No soy ni egoísta ni indiferente, y tengo tanto amor propio como el que más. Sólo pretendo vivir la existencia que me corresponde sin tener que robársela a los demás. No creo en las profecías que ensalzan el suplicio en detrimento del sentido común. Vine al mundo desnudo, y desnudo me iré; lo que poseo no me pertenece. Tampoco la vida de los demás. Este malentendido está en el origen de la desgracia de los hombres: hay que saber devolver lo que Dios nos presta. Nada en la tierra nos pertenece realmente. Ni la patria de la que hablas ni la tumba en la que te convertirás en polvo.

No paro de estoquearlo con el dedo. El caudillo no se inmuta. Me escucha hasta el final, los ojos como zarpas, sin limpiarse los perdigones de saliva que le he lanzado a la cara.

Tras un silencio que me parece eterno, arquea ligeramente una ceja, respira hondo y me mira fijamente.

– Lo que acabo de oír me deja estupefacto, Amín, y eso me parte el corazón y el alma. Por grande que sea tu pena, no tienes derecho a blasfemar así. Me hablas de tu esposa y no me oyes hablar de tu patria. Que tú reniegues de la tuya no obliga a los demás a renunciar a la suya. Aquellos que la reclaman a voz en grito ofrendan su vida por ella a diario. Ésos no se conforman con malvivir en el desprecio ajeno y propio. Decencia o muerte, libertad o tumba, dignidad o carnicería. Y no habrá pena ni duelo que les impida pelear por lo que consideran, con razón, por otra parte, la esencia de su existencia: el honor. «La felicidad no es el premio de la virtud. Es la propia virtud.»

Da una palmada. El coloso aparece tras la puerta. Se acabó la entrevista.

Antes de despedirse añade:

– Me das mucha pena, doctor Amín Jaafari. Está claro que no hemos tomado el mismo camino. Aunque estuviésemos meses y años intentando entendernos, ninguno de los dos escucharía al otro. Así pues, no merece la pena seguir. Vuelve a tu casa. No tenemos nada más que decirnos.

<p>XII</p>
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