– ¡Pamplinas! Tenía obligaciones conmigo. Una no se escaquea así como así de su marido. Por lo menos, de mí no. Jamás le falté. Y ella también acaba de joder mi vida, no sólo la suya. Mi vida y la de diecisiete personas que no conocía de nada. ¿Y me preguntas por qué quiero saber? Pues lo quiero saber
– ¿Qué verdad, la tuya o la suya? ¿La de una mujer que supo ver dónde estaba su deber o la de un hombre que cree que basta con apartar la vista de un problema para que desaparezca? ¿Qué verdad quieres conocer,
– ¡Menuda redención! Tú sí que la necesitas -lo tuteo a mi vez-. ¿Te atreves a hablarme de egoísmo, a mí que he sido desposeído de lo que más quiero en el mundo?… ¿Te atreves a embriagarme con leyendas de valor y dignidad cuando tú estás aquí tan tranquilo, mandando a mujeres y niños al matadero? Desengáñate, vivimos en el mismo planeta,
No paro de estoquearlo con el dedo. El caudillo no se inmuta. Me escucha hasta el final, los ojos como zarpas, sin limpiarse los perdigones de saliva que le he lanzado a la cara.
Tras un silencio que me parece eterno, arquea ligeramente una ceja, respira hondo y me mira fijamente.
– Lo que acabo de oír me deja estupefacto, Amín, y eso me parte el corazón y el alma. Por grande que sea tu pena, no tienes derecho a blasfemar así. Me hablas de tu esposa y no me oyes hablar de tu patria. Que tú reniegues de la tuya no obliga a los demás a renunciar a la suya. Aquellos que la reclaman a voz en grito ofrendan su vida por ella a diario. Ésos no se conforman con malvivir en el desprecio ajeno y propio. Decencia o muerte, libertad o tumba, dignidad o carnicería. Y no habrá pena ni duelo que les impida pelear por lo que consideran, con razón, por otra parte, la esencia de su existencia: el honor. «La felicidad no es el premio de la virtud. Es la propia virtud.»
Da una palmada. El coloso aparece tras la puerta. Se acabó la entrevista.
Antes de despedirse añade:
– Me das mucha pena, doctor Amín Jaafari. Está claro que no hemos tomado el mismo camino. Aunque estuviésemos meses y años intentando entendernos, ninguno de los dos escucharía al otro. Así pues, no merece la pena seguir. Vuelve a tu casa. No tenemos nada más que decirnos.
XII